Capítulo Uno

Magsimula sa umpisa
                                    

-Claro -digo yo. El rostro del autoestopista, iluminado por la luna y el resplandor de los faros del coche, muestra una expresión tristemente optimista. Por supuesto, nunca vio a Robby, ni tampoco se encontró con su novia Lisa. Porque en el verano de 1970, tres kilómetros antes del puente, se subió a un coche, probablemente muy parecido a este, y le contó a quienquiera que fuera conduciendo que llevaba en el bolsillo de la chaqueta algo que le permitiría empezar una vida.

Los lugareños cuentan que le dieron una buena paliza y luego lo arrastraron entre los árboles, donde lo apuñalaron un par de veces y lo degollaron. Empujaron el cuerpo por un terraplén y lo tiraron a un afluente del río. Allí lo encontró un granjero casi seis meses después, cubierto de enredaderas y con la mandíbula desencajada por la sorpresa, como si no se creyera todavía que estuviera atrapado en aquel lugar.

Y aún ignora que se ha quedado atrapado aquí. Ninguno de ellos parece saberlo. Ahora mismo, el autoestopista está silbando y meneando la cabeza al ritmo de una música inexistente. Probablemente siga escuchando lo que quiera que estuvieran emitiendo por la radio la noche que lo mataron.

Es simpático. Un tío con el que resulta agradable viajar. Pero cuando lleguemos a ese puente, se enfadará tanto y se volverá tan violento como cualquiera que puedas imaginar. Se afirma que su fantasma, apodado con muy poca originalidad el Autoestopista del Condado 12, ha matado al menos a una docena de personas y herido a otras ocho. Pero, realmente no puedo culparlo. Nunca logró regresar a casa para ver a su novia, y ahora no quiere que nadie más lo consiga.

Pasamos el kilómetro 23 -el puente está a menos de dos minutos de distancia-. He recorrido esta carretera casi cada noche desde que nos mudamos aquí con la esperanza de iluminar su pulgar con los faros de mi coche, pero sin suerte. Hasta que me senté al volante de este Rally Sport. Así que he pasado medio verano en esta maldita carretera, con un maldito cuchillo escondido bajo la pierna. Odio cuando es así, como una excursión de pesca horriblemente larga. Pero no me doy por vencido. Siempre acaban apareciendo.

Levanto un poco el pie del acelerador.

-¿Pasa algo, amigo? -pregunta.

Yo niego con la cabeza.

-Es solo que el coche no es mío, y no tengo dinero para arreglarlo en caso de que decidas intentar sacarme del puente.

El autoestopista se ríe, solo que de manera un poco exagerada para resultar natural.

-Creo que has estado bebiendo o algo así, tío. Tal vez deberías dejarme aquí.

Me doy cuenta demasiado tarde de que no debería haber dicho eso. No puedo permitir que se marche. Solo faltaría que se bajara del coche y desapareciera. Voy a tener que matarlo con el coche en marcha o habrá que empezar de nuevo, y dudo que el señor Dean esté dispuesto a prestarme el Camaro muchas noches más. Además, me mudo a Thunder Bay en tres días.

También me preocupa tener que obligar a este pobre bastardo a pasar una vez más por todo esto, sin embargo este pensamiento es fugaz. Él ya está muerto.

Intento mantener el velocímetro por encima de ochenta kilómetros por hora -demasiado deprisa para que considere la opción de saltar, aunque con los fantasmas nunca se sabe-. Tendré que actuar deprisa.

Cuando bajo la mano para sacar el cuchillo de debajo de la pierna, veo la silueta del puente a la luz de la luna. En ese preciso instante, el autoestopista agarra el volante y lo gira violentamente hacia la izquierda. Trato de arrastrarlo de nuevo hacia la derecha y piso a fondo el freno. Escucho el chirrido de los neumáticos sobre el asfalto y por el rabillo del ojo veo que la cara del autoestopista ha desaparecido. Se acabó el tipo amable, el pelo engominado y la sonrisa ilusionada. Se ha convertido en una máscara de piel podrida y agujeros negros y vacíos, con dientes como piedras sin brillo. Parece que está sonriendo, aunque tal vez sea solo el efecto de sus labios despellejándose.

Mientras el coche culea y yo trato de detenerlo, no veo instantes de mi vida pasando por delante de mis ojos. ¿Qué sería lo que vería? Un resumen de fantasmas asesinados. En vez de eso, me llegan imágenes rápidas y ordenadas de mi cadáver: una con el volante incrustado en el pecho, otra sin cabeza y con el resto del cuerpo colgando a través de la ventanilla rota.

Un árbol surge de la nada, en dirección hacia la puerta del conductor. No tengo tiempo de maldecir, solo de girar bruscamente el volante y pisar el acelerador, y el árbol queda atrás. Lo que no quiero es llegar al puente. El coche se ha salido de la carretera, pero el puente no tiene arcén. Es estrecho, de madera y viejo.

-No es tan malo estar muerto -me dice el autoestopista, arañándome el brazo y tratando de arrancar mis manos del volante.

-¿Y qué me dices del olor? -pregunto entre dientes. Todo este tiempo he mantenido agarrada la empuñadura del cuchillo, pero no me preguntes cómo. Tengo la sensación de que los huesos de mi muñeca se van a romper en diez segundos y estoy fuera de mi asiento, apoyado sobre el cambio de marchas. Empujo la palanca con la cadera para dejar el coche en punto muerto (tal vez debería haberlo hecho antes) y saco el cuchillo con rapidez.

Lo que sucede a continuación me sorprende: la cara del autoestopista se vuelve a cubrir de piel y sus ojos recobran el color verde. Es solo un muchacho mirando mi cuchillo. Recupero el control del coche y piso con todas mis fuerzas el freno.

Al parar, la sacudida le hace parpadear. Me mira.

-Trabajé todo el verano para conseguir este dinero -dice en voz baja-. Mi novia me matará si lo pierdo.

El corazón me aporrea el pecho tras el esfuerzo por controlar los bandazos del coche. No quiero decir nada. Solo me apetece acabar con esto. Pero escucho mi propia voz tranquilizándolo:

-Tu novia te perdonará. Te lo prometo -siento el cuchillo, el áthame de mi padre, ligero en la mano.

-No quiero volver a hacer esto -susurra el autoestopista.

-Esta será la última vez -le aseguro y, entonces, deslizo la hoja por su garganta, abriendo una enorme línea negra. El autoestopista se lleva los dedos al cuello, tratando de unir de nuevo la piel, pero algo oscuro y espeso como el petróleo sale de la herida y lo cubre, fluyendo hacia abajo sobre su chaqueta de época, y también hacia arriba, sobre la cara, los ojos y el pelo. Curiosamente, no parece que esté manchando la tapicería del coche. El autoestopista no grita mientras se consume, aunque tal vez no pueda: tiene la garganta rajada y el líquido negro le ha llegado a la boca. En menos de un minuto ha desaparecido, sin dejar ni rastro.

Paso la mano por el asiento. Está seco. Luego salgo del coche y lo reviso lo mejor que puedo en la oscuridad en busca de arañazos. Los neumáticos humean y se han desgastado. Puedo oír cómo rechinan los dientes del señor Dean. Me voy de la ciudad en tres días y tendré que dedicar al menos uno a montar un juego nuevo de Goodyear. Pensándolo bien, tal vez no debería devolverle el coche hasta que las ruedas nuevas estén puestas.

Elsa Vestida de Sangre (Adaptación)Tahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon