El color de sus ojos era un claro indicador de la violenta tempestad, grises.

—Por favor... madre, ayúdame —rogó—. Ten clemencia de mí.

Detrás de unos pilares apareció un hombre joven cruzado de brazos y apoyado relajadamente sobre una de las estructuras. Observando.

No le interrumpió, en su lugar se entretuvo echando un vistazo a las figuras santas. Era un silencio especial. Ambos sabían la existencia del otro en la escena, pero no se importunaban.

El misterioso joven sintió el tiempo congelarse. El ambiente se llenó de un aroma almizclado tan relajante como la vainilla. Pasó más tiempo. Los dos estaban sumergidos en sus propios pensamientos.

—Dicen que eres el hombre más poderoso... —empezó el joven vestido de negro, rompiendo como una daga el mutismo hermético que los envolvía—. Sin embargo... —El aludido se puso de pie, dándole la espalda—. Te veo con mucho temor.

—No creas todo lo que te dicen, ingenuo. —Se giró, enfrentándolo.

Se miraron largamente. De repente el joven de ojos grises le sonrió, marcando sus hoyuelos.

Rieron.

—¿Vienes a acompañarme de nuevo? —Comentó animado.

—Sí, me lo han pedido otra vez.

—Últimamente te lo han pedido muchas veces.

El corazón del intruso dio un vuelco, le pilló desprevenido. No dijo nada, pero era cierto, lo había descubierto.

—Les gusta hacer las cosas un poco dramáticas. —Bromeó el otro.

—Antes era peor, créeme.

El joven de negro se acercó un poco más a él. Se acompañaron otro rato más, sin molestar la soledad del otro. Terminaron por sentarse juntos.

Por un momento el espía jugueteó con sus dedos, sin pensar algo en particular. No tenía nada que hacer allí, salvo vigilarlo a él. No poseía interés en la iglesia. Ni en rezar. Nada, en realidad.

—¿Crees que te esté escuchando? —preguntó el muchacho.

—Somos miles de millones de personas ¡Por supuesto que no está escuchando!

Él espía rio.

—La verdad...—añadió después—: Ni idea, ni siquiera sé si se acuerda de mí.

—Yo creo que sí.

—Puede ser.

La hora pasó lenta y pesada en un balbuceo metafórico. Se miraban cada tanto y solo se preguntaban cosas banales. El joven misterioso le guardaba respeto, sin querer importunarlo con alguna indiscreción.

Inspeccionó su rostro, Franco soltaba diálogos al azar desde una boca apacible en un rostro aniñado. Eso le daba miedo. No era visible su enojo. Si es que lo había.

Se mantenía imperturbable a cualquier comentario que le hiciera. Súbitamente el lugar comenzó a hacérsele más pequeño y el sonido del silencio tan ensordecedor que lo aturdía. Ahora entendía lo que todos le hablaban. Se paró, incapaz de soportar más su fuerte presencia. Intimidante sin parecerlo. Llegaba a ti de esa manera; fantasmagórica, envolvente y aparentemente inofensiva.

Caminó a la entrada anunciando que se iba. Sus pasos resonaron, calmos pero ansiosos.

Tenía la cabeza azorada, revuelta en pensamientos contradictorios a lo que era y lo que creía de vez en cuando.

Escuchó como él se levantaba también y le seguía.

—Respóndeme algo, James.

Su voz sonó en toda la capilla como un eco opaco.

James se detuvo, dudando un momento. Luego se giró, enfrentándolo.

—¿Por qué ustedes nunca tienen miedo? —preguntó Franco, inseguro.

Analizó un tanto la pregunta antes de contestar:

—Nos enseñaron que tiene la figura más hermosa de todas. Se supone que era el ángel más bello. ¿Por qué tendría que ser algo horrible?

—Eso no responde del todo mi pregunta.

Soltó una pequeña risilla.

—Quizás porque nos da todo lo que deseamos, pero somos esclavos de lo que decimos. El daño lo provocamos nosotros, en lo que deseamos con exactitud.

—¿Estas seguro de que son dos y no uno?

—No lo sé —negó—. Según él, el bien y el mal son uno mismo, pero con dos caras diferentes. Usted ve un lado, mientras yo veo el otro. Creo que todos elegimos en que creer.

No siguió la conversación, dándole la razón. Esa había sido respuesta suficiente. Dejó que se dirigiera hacia la puerta. No obstante, recordó algo que deseaba decirle desde hace tiempo.

—Cuídate. —Le previno—. A veces ser imparcial es un arma de doble filo.

Desde la puerta James lo miró por última vez. Al principio venía por obligación, luego voluntario.

Contempló aquellos ojos siempre brillantes. Tomó aire y habló fuerte y claro:

—Nunca he sido imparcial. —Cerró la puerta.



Rin ¿Cual es el verdadero rostro del amor?Where stories live. Discover now