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Las mañanas en la granja eran mera rutina. No había despertadores y tampoco nos levantábamos con el canto de un gallo como se lee o escucha en cuentos infantiles, más bien nos habíamos acostumbrado a madrugar.

Esa mañana luego de darme un baño con agua caliente, vestirme y tender la cama, bajé a desayunar. La planta inferior estaba llena de los típicos aromas del desayuno; el fuego abrazando la leña, huevos revueltos y café de olla con un toque a canela, algunas veces incluso olía a un pastel de manzana siendo horneado y esos eran mis días favoritos.

Pero aquella mañana pintaba para ser un gran día a pesar de no haber ningún pastel esperando dentro del horno. Incluso creo haberle sonreído a mi madre.

El resto de la madrugada no había logrado pegar los ojos por más de diez minutos, había dado algunas vueltas en la cama y me había acercado a la ventana para admirar el granero, impaciente por los rayos del sol, sabiendo que algo ahí dentro aguardaba.

Ingerí con rapidez la mitad de mi desayuno y, sin que mis padres lo notaran, guarde el resto en una servilleta.

Los pequeños ojos de mi padre, que hasta ese momento habían permanecido fijos en el periódico, se posaron en mí al momento de levantarme y me escudriñaron con su típica frialdad antes de volver a sus asuntos y ordenar con voz autoritaria:

– Recoge tu plato muchacho, y después comienzas a empacar el heno. Asegúrate de hacerlo bien esta vez.

Asentí una vez y luego de dejar el plato en el fregadero corrí fuera de la casa hasta el granero.

Hacía mucho que no sentía tanta felicidad recorriendo todas las esquinas de mi ser, y también había pasado un tiempo desde que desee con tantas fuerzas que algo fuera real. Por suerte al subir las escaleras me di cuenta de que no había sido un sueño y mucho menos estaba loco; él era real, mi estrella estaba ahí.

Acurrucado entre la "cama" que le había preparado con el heno seguía profundamente dormido. Podía ver su pecho subir y bajar de manera apacible ajeno a su nuevo entorno mientras yo me dedicaba a escuchar su respiración.

También había pasado un tiempo desde la última vez que había deseado abrazarme a alguien; pero ahí estaba él y parecía invitarme sin palabras ni miradas a hacerlo. Naturalmente no lo hice. Me mantuve cerca para poder escucharlo, seguir deslizando mis ojos por su rostro totalmente embelesado, temiendo que al parpadear este desapareciera sin dejar rastro.

Recuerdo que a los siete años mi temor más grande era recibir una paliza de mi mejor amigo, pues luego de aquel partido donde terminé haciendo puré sus partes era lo único que él quería hacer conmigo, machacarme. A los ocho y medio tenía ese miedo que te queda luego de una película de terror. A los diez años mi mayor temor era a la noche, bueno, a lo que esta traía consigo. Este perduró hasta los once, logrando dejar secuelas hasta mis quince y poco más, sin embargo, en aquel momento uno más se agregaba a la lista; perder a mi estrella.

Finalmente me rendí y estiré una mano temblorosa hacia su cabeza. Aquel cabello que parecía haber sido bañado en luz de luna me llamaba.

Primero las yemas de mis dedos acariciaron superficialmente, era realmente suave, así que respirando una bocanada de aire me animé a hundir mis dedos en ese mar platinado, a enredarlos. Entonces despertó.

Respiró como si hubiese estado aguantando el aliento por mucho tiempo (pero no era así porque yo seguía al pendiente de su amena respiración), sus ojos se clavaron en el techo de madera y de inmediato supo que algo andaba mal porque los llevó a recorrer el lugar rápidamente antes de caer en mi rostro impasible. Aún hoy en día me preguntó si una sonrisa lo hubiera tranquilizado o por el contrario hubiera empeorado las cosas.

Historia de una estrella fugaz; Frerard Waar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu