—Cae una fuerte tormenta ¿qué no miras? —Señalé hacia más allá de la ventana con frialdad, haciéndome la que no me había perturbado—. Además hace mucho frío. A tu pregunta te respondo que no, en cuanto llegue a mi casa me bañaré. ¿Podrías vestirte por favor?

Desde su ronco pecho brotó una nueva risotada que me indispuso a estar tranquila. ¿Qué pretendía?

—¿Eres frágil ante la desnudez masculina o sólo te sucede conmigo, Sof?

—No es eso... es que... tú... Mira, Ric, tú me pones nerviosa —tartamudee sudando frío.

—Uf, que rico —me dijo coquetamente—: me fascina ponerte nerviosa, chiquilla...

—¡Ricardo Montoya! —exclamé acalorada—. ¡No quiero preocupar más a mi madre! Así que vístete y llévame a mi casa.

—De acuerdo, de acuerdo. No voltees, pues. Voy a cambiarme y requeriré desnudarme. Aunque me temo que ayer no entendiste mis instrucciones: yo no tengo la intención de devolverte a tu casa.

Carraspee con las mejillas ardiéndome.

Esperé sentada en el borde de la cama contemplando los peculiares ornamentos de dragones de la habitación hasta que Ric se hubo aseado, vestido, posteriormente ausentado y luego vuelto con el desayuno para mí. Él sabía, muy en el fondo, que me incomodaría bastante instalarme en el comedor de la mansión donde seguramente estaría su padre. Y, a propósito, un tanto avergonzada, me pregunté si realmente Mauri sabría que su hijo había metido a una chica a su habitación.

Suspiré.

Mientras ingería los alimentos en su compañía, noté que su aspecto vacilante había perdido vigencia. Desde que saliera por el desayuno y volviera a la habitación su semblante ya no era el mismo, ahora se me figuraba más pálido que de costumbre. Deduje que una repentina mortificación le aquejaba.

—¿Estás bien, Ric? —le exterioricé mi preocupación.

Él intento sonreír.

—¿Sabes? Ocurrió algo... horrible —dijo, antes de que remojara sus labios con el jugo de manzana. Un abrupto vértigo me hizo su presa y me obligó a respirar profundamente. Él estaba en el suelo frente a la cama, con las piernas cruzadas—. La familia de Artemio Pichardo fue violentamente asesinada esta madrugada. Encontraron sus restos incinerados a las afueras de su casa.

—¡Santo Dios! —bramé, dejando caer en el plato el cuchillo y tenedor con el que estaba partiendo las rebanadas de pan Bimbo—. ¡Qué tragedia! ¿Cuándo ocurrió? ¿Cómo?

—Está en todos los periódicos del sur de Jalisco. —Su voz trataba de ser apacible, pero yo sabía que todo era más grave de lo que parecía.

—¡Debo de ir a casa! —grité, levantándome con urgencia—. Mi padre tiene una amistad muy estrecha con la familia Pichardo y cuando lo sepa seguro estará destrozado.

Tomé mi bolso de inmediato y Ric, sin contradecirme, me echó una mirada de asentimiento. Luego de guardar su emblema en su elegante abrigo tinto, me tendió la mano.

—Será como tú quieras, amor —apretó con cariño mi pequeña mano y me sonrió.

—Ric, ¿has sabido algo de Alfaíth? Que ande por ahí en el cuerpo de Artemio haciendo quién sabe qué en su nombre no me parece bueno.

—Está desaparecido. Según las noticias, creen que lo secuestraron. Muy sospechoso ¿no crees? Dame una razón para no creer que él mató a los padres de Pichardo de esa manera tan espantosa. Literalmente drenaron toda la sangre de sus cuerpos y con la piel formaron una alfombra en la entrada de esa casa. Los restos los incineraron.

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ESPÍRITUS ©Where stories live. Discover now