Exilios extraviados

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Tenía una manía por guardar cosas, por ejemplo, en su cartera llevaba un boleto de autobús que tuvo su valor hace cinco años, por supuesto dinero había poco, o mejor dicho, lo necesario para pagar el desayuno; cargaba también con una credencial de biblioteca a la cual había arrancado la fotografía para usarla en una solicitud de empleo, desde hace tres años no sacaba un libro prestado pero ese inconveniente le vino bien, salir de casa le sentaba mejor que pasarse las horas encerrado en memorias poco fiables; ostentaba una pulsera que nunca fue moda, percudida con aroma al jabón de la ducha matutina, sobreviviente de una ideología mas optimista y menos capitalista; se empeñaba en usar al menos una vez por semana la desgastada camisa con la que la conoció, hubieron meses donde ya no le quedaba, incluso la condenó al fondo del cajón junto con las espinilleras rotas del fútbol, pero resurgió después de media hora diaria de cancha, fue testigo a ras de suelo en reconciliaciones, sufrió las consecuencias de las idioteces mutuas, fue perdiendo la paciencia, el color incluso su forma original.

No sólo se trata de ambigüedades físicas, también guardaba la misma distancia con las personas al caminar, bajaba la mirada hablando consigo mismo, ensayando las conversaciones que tendría al llegar al trabajo; mantiene un desorden impasible entre los muebles y las ventanas, incluso al mudarse trataba de conservar la misma dinámica con las cuatro paredes y su austeridad, quizá en la adolescencia sintió la tentación de colgar algún poster o en la febril experiencia de vivir junto a ella llegó a ornamentar con cuadros de artistas y amigos la sala, baño y recámara, pero hace seis años vació los clavos de su antigua habitación, irónicamente no conservó ningún óleo barato.

Aunque se empeñe en negarlo tiene un libro lleno de recuerdos tachados, donde cuenta una historia diferente, ahí pese a todo perduran los desayunos de miércoles a prisa, las fantasías que solo se hacían realidad en la cama, la grata sorpresa de despertar entre mordidas o cosquillas que siempre dejaban sed de café, las discusiones siempre encontraban la disculpa precisa, el susurro calmo, la habitación a media luz de su piel desnuda, ahí entre páginas marcadas no costaba dormir, no hacían falta viajes de trece horas en autobús para verla, mucho menos salir abruptamente del trabajo al verla pasar sujeta a los labios de su ahora esposo, tampoco había que renunciar a los sueños para tener un mejor salario con el cual costear un departamento con cuadros de un pseudoartista a quien también habría de besar pasados unos años.

Tanta ausencia hay dentro de ese libro que era preciso quemarlo, no pudo, así que comenzó a recalcar todas las letras de su nombre, hasta que se convirtieron en manchas de tinta ilegible para el resto, pero él se guiaba por el tacto, siempre sabía encontrar los rastros de su piel; como la última vez, era volver a sentir flores marchitas en su espalda.

Historias brevesWhere stories live. Discover now