15. LA SANTA INQUISICIÓN

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—¿Ocurre algo, guapetón? —le preguntó Mariela, guiñándole un ojo mientras pasaba su lengua entre los labios.

Me había cansado de decirle que a los seminaristas se les debía de tratar con respeto, puesto que en su indumentaria negra llevaban el significado de que estaban abandonados del mundo para entregarse únicamente al servicio del Señor. Me complació ver, sin embargo, que Joaquín no devolvía el cumplido con una sonrisa, como solía hacerlo: por el contrario, me pareció que su rostro había palidecido más.

—Es imperativo que salgan de aquí, señoritas —nos suplicó al tiempo que se ceñía una banda azul a la altura de la cintura—: el padre Mireles necesita la capellanía vacía.

Las cuatro nos miramos extrañadas, pero no nos negamos a su petición. Cuando el muchacho de sotana negra se marchó, dejamos los instrumentos en el salón del coro y nos dispusimos a salir. Como era costumbre, fui la última en hacerlo porque solía apagar las velas de todos los altares del templo. En esa labor estaba cuando oí que alguien me hablaba. Giré mi cabeza hacia todos lados pero no encontré a nadie.

—"Sofía, ven" —dijo de nuevo aquella voz frígida y quebradiza, procedente del interior de la sacristía que estaba al fondo de donde oficiaban misa—. "Ven, Sofía".

—¿Padre Mireles? ¿Joaquín? —los llamé, aunque muy en el fondo sabía que aquella fría voz distaba mucho de parecerse a las suyas —. Padre Agustín Mireles, ¿está ahí?

Puesto que casi eran las ocho de la noche, la oscuridad del exterior había recubierto el interior de la iglesia. Y entonces las lámparas comenzaron a tiritar.

«Ay, no, no, no. ¡Otra vez no!». En mi condición de Excimiente, sabía lo que implicaba que las lámparas comenzaran a tiritar. La última vez el espíritu de Alfaíth había aparecido en mi casa en la madrugada.

Cuando aquello ocurrió ya me hallaba a cuatro metros de la sacristía, de donde al fin pude escuchar al padre Mireles que parecía estar gritándole a alguien con furia, pero después de su voz se hubo un espantoso rugido que me aspaventó.

Parecía que el sacerdote estuviese con un león, eso explicaría los espantosos ruidos y gruñidos incesantes que fueron el artífice de mi sobrecogimiento. Puesto que sabía que iba ser una mala idea entrar a la sacristía en tales condiciones opté por cambiar de camino y partir, pero entonces la puerta se derribó, y un hombre, cuyos ojos habían sido reemplazados por un par de brazas de fuego, saltó sobre mí y me tiró en el suelo, enseñándome sus amenazantes colmillos, los cuales estaban dispuestos a clavarse en mi cuello.

Grité despavorida, sin tener oportunidad de impedir que me abofeteara, luego tiró de mi cabello, y aunque traté de defenderme, sus manos privaron mis movimientos. Era un hombre horrible, escupía babaza, su piel acartonada se parecía mucho a la del Trinente del expiatorio, y su color blanco en la piel me recordaba a los niños demoniacos que había visto cuando caí al pozo de la muerte. Entonces Joaquín lo hizo virar empujándolo por la espalda y el hombre cayó a mi costado. El seminarista llevaba un Cristo en la mano, lo que me hizo recordar que yo llevaba un rosario en el cuello. Antes de hacerme con él, tenté el bolsillo de mi falda para asegurarme de que mi emblema de Excimiente seguía allí. Así pues, me arrastré hasta las gradas que llevaban al altar mayor y me senté con mi cuerpo trémulo.

—¡Sal de aquí, hija! —bramó el padre Mireles al salir de la sacristía revestido con una vestidura que distaba mucho de parecerse a una sotana. Si bien era negra, llevaba una capa morada encima en cuyo centro logré distinguir el escudo de la Santa Inquisición, un antiguo tribunal eclesiástico que había fungido como supresor de la herejía y perseguidor de brujas y demonios en la época colonial. Y aunque se suponía que dicha institución había quedado absuelta hacía más de doscientos años, el padre Mireles llevaba el escudo en su capa y una larga espada plateada en la mano en cuya punta brillaba una cruz.

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ESPÍRITUS ©Where stories live. Discover now