Devora al elefante

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—Sí, Excelencia.— El flash me obliga a darle al ajustador la espalda. Hace su trabajo en silencio, sin fijarse ni en mí, ni en el traje, como le dije.

La voz del otro lado del teléfono me hace preguntas, pero ninguna es la correcta.

—No: lo último que deseo es quitarle más de su valioso tiempo. No, no será necesario. La papelería estaba en orden.-- Supongo que una de cal por todas las de arena.

—Sí, pérdida total.

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Mi puño baja sobre la sien del cabrón. Luego sobre el pómulo. Luego otra vez y por último sobre su oreja. Preparo el quinto golpe. Su grito me ayuda a convencerme de que nada de esto es su culpa. Les chiflo a los perros para que lo suelten. Tenemos hambre. Queremos seguir. Tenemos los músculos tensos y saliva en la boca. Son pocas palabras, pero sé que se acordará de ellas. --Si te vuelvo a ver de este lado del cerro, te rompo tu madre.

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Los arabescos y las telas de colores que reflejan la luz del foco desnudo le dan a su departamento el look de Barbie Bohemia que hiede a vodka y cenizas. Los olores ocultan el de la sangre que me todavía tengo entre los dedos.

Normalmente no como en público: vengo a la casa de la víctima y le pido que se siente en una silla y se arremangue la blusa. Su ritmo cardiaco me recuerda que hoy las cosas son diferentes; que hoy el que está en la silla soy yo.

Me visto y me acerco para inclinarme sobre la cama. La veo sudar entre el cabello. Todavía respira como si estuviera corriendo. Mientras la visto, me doy cuenta de que no me acuerdo cuándo fue la última vez que casi no tuve hambre. La agarro del hombro con cuidado y la agito para devolverle la conciencia. Le tomo la mandíbula y le giro la cara para que me vea de frente.

—Escúchame,— le digo. —Mira en el centro de mis ojos.—Su piel tiene algo de azul. —Escucha el sonido de...—

Carajo.

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Se nota que estos casos le fastidian; que a diario viene un pendejo como yo en una camioneta como esta cargando a una muchacha fría y sudada envuelta en un saco. La ponemos en la silla de ruedas. Da un paso rumbo a la puerta y mi mano le prensa el hombro para que no pueda irse sin oír más detalles. Voltea rápido. Se le ve en los ojos: cree que este es su momento de gloria; su oportunidad de inflar el pecho, de hablar con huevos y desquitar seis años de escuela médica y otros tantos de experiencia gritándole terminajos a algún huerco imbécil... pero se equivoca: Hoy no tengo ni tiempo ni humor de oír gritos.

—Cállate el pinche hocico, cabeza de pendejo, y escúchame bien: A esta chava te la trajo un vato en una Suburban negra blindada. Te dejó en efectivo cinco mil pesos para que no le dijeras nada a nadie. Si alguien se entera de quién la trajo, va a regresar a reventarte y luego va a ir a reventar a tu familia. Te la llevas adentro, le pones una sábana térmica, un torniquete debajo del codo y le haces una cortada horizontal con un exacto en las venas de la muñeca. Luego le suturas la herida, le remueves el torniquete y le atiendes el shock hipovolémico: Le das oxígeno. Le pones dos litros de salina hipertónica al cero punto nueve, uno después del otro. Le aplicas una transfusión de dos unidades de B positiva y la revisas por gangrena y daño renal. La atiendes hasta que la veas estable y luego mandas un mensaje que diga "Ok" a este número.

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Normalmente no manejo rápido. No agarro así el volante ni pongo la música tan fuerte que no me deja pensar. Normalmente llevo a los perros y manejar me tranquiliza.

Normalmente sigo las reglas. Respeto el semáforo y no me interrogo por lo que simboliza la luz roja, ni por lo que pensarían mamá, papá o Steph.

Normalmente me hago pendejo. Me digo que las cosas van bien y así se me olvidan las ganas que tengo de acabar con todo.

Normalmente freno, pero no nos engañemos: desde hace varios años que ya nada es normal. 

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⏰ Last updated: Jun 26, 2018 ⏰

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El CaballeroWhere stories live. Discover now