Zapatos nuevos

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Revolvió en la papelera pública, sin prestar atención a aquellos transeúntes curiosos que la miraban; estaba acostumbrándose a ello al fin. Ya casi no le daba asco meter las manos, dañadas actualmente por los actos realizados, y el miedo a herirse prácticamente había desaparecido a base de sufrir.

No consiguió encontrar nada que le sirviera aquella vez en el interior de la papelera, así que retiró sus laceradas manos de aquel montón de basura y se separó del mobiliario urbano. Sus tripas reclamaron, desesperadas, algo de comida; en todo el día no había podido llevarse nada a la boca, igual que la tarde y la noche anterior. No le quedaría más remedio que caminar las ocho manzanas que la separaban del restaurante de comida rápida y aguardar, escondida, al cierre del local. Entonces, aunque sabía a qué se arriesgaba, revolvería en el contenedor que había tras el local en búsqueda de hamburguesas de ese día. Eso le garantizaba algo de alimento para su estómago, ya con las paredes pegadas. Sí, tenía miedo, ¡cómo no tenerlo! Sabía lo que hacían a la comida antes de tirarla y era consciente de las consecuencias que acarreaba comerse aquello. Más de un vagabundo, como ella, había muerto tras ingerir las hamburguesas rociadas con productos de limpieza, lejía por ejemplo. Aprendió a no pensar en que las escupían, pisaban y restregaban contra el suelo previamente; con eso podía lidiar, aunque con terminar envenenada no, eso era superior a ella. Pero, tristemente, no le quedaba más opción que arriesgarse. Qué irónico; arriesgar la vida para mantenerse con vida.

Al pasar cerca de la zona del centro buscó un reloj con el que orientarse, pues ya no sabía ni en qué hora vivía. Echaba de menos su reloj, entre otras mil cosas. Aún se sobaba la muñeca buscándolo, sobre todo al despertar al amanecer sobre un banco de algún parque retirado. Odiaba su situación y, terriblemente, tenía el convencimiento de que ya jamás mejoraría; moriría en la fría calle, quizá apaleada por un grupo de gamberros, quizá congelada en pleno invierno o, quizá, de inanición.

Maldijo en un susurro, casi inaudible, cuando sintió un punzante dolor en la planta de su descalzo pie izquierdo. Apoyó su espalda contra una fachada y levantó el pie en cuestión para comprobar la magnitud del daño. Un fragmento de vidrio, bastante grande, se encontraba alojado cerca del talón, ensangrentándose por momentos mientras acuchillaba la débil carne en la cual se adentraba sin autorización. En su semblante se dibujó una mueca de dolor al tiempo que retiraba el cristal, tan rápidamente como le era posible. La herida sangraba profusamente, pero cerraría pronto aun sin sanar bien; siempre lo hacía. Continuó su camino dejando un pequeño rastro carmesí tras ella, sobre los adoquines en diferentes tonalidades grises que conformaban la acera. Así, recorrió unos doscientos metros más, agotada y dolorida.

Quince y treinta y ocho, tal hora marcaba el reloj del letrero en la fachada de la óptica. «Bien», pensó. En menos de media hora cerraba la hamburguesería y, poco después, podría seguir buscando.

Anduvo con rumbo fijo, sola, tiritando de frío y abrigada tan solo con una fina blusa roída y los desgastados vaqueros. Olía mal, lo tenía presente. Peor que el olor era su aspecto, tan callejero. El cabello ya se había convertido en una maraña de finos pelos imposibles de peinar o separar unos de otros, con el color y el brillo apagado por la suciedad que acumulaba tras tanto tiempo en la calle. Su piel oscurecida, quebrada y demacrada por pasar a la intemperie tanto tiempo, bajo lluvia y contra viento, no ayudaba a que se viera mejor. Era, en todo el conjunto, un desastre; un ser callejero más, de aquellos que al verlos uno se pregunta si alguna vez habían tenido una vida mejor.

¿Quién le iba a decir a ella que algún día viviría así? Ella, que había tenido su propio mundo, un hogar, sus pertenencias, coche y un empleo. Perdió el último y comenzó la cuenta atrás. Perdió el empleo y tuvo que vender el coche para pagar facturas. Pagó las facturas hasta que no dio para más y agotó el dinero, el poco del que disponía. Seguía intentando conseguir un trabajo, infructuosamente, y siguió gastando dinero, el cual ya no tenía la menor idea de dónde sacarlo. Vendió muebles y electrodomésticos, aún esperanzada con salir de aquel agujero con un nuevo empleo y recuperar, lentamente, las comodidades de su vida. Pero aquello se resistía a suceder y ella, hundiéndose, tuvo que vender las pocas pertenencias que le quedaban. Sin luz, sin gas y sin agua, siguió unas semanas más, hasta ya no tener un céntimo para alimentarse siquiera. Y, finalmente, terminó en la calle. La desahuciaron, pasó de tener una vida perfecta a no tener ni un techo bajo el que guarecerse.

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