Parte I

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Hace mucho, mucho tiempo, en el corazón de una sierra cuyo nombre ya quedó en el olvido, vivía un rey. Como todos los reyes de su época, Mael era un hombre lleno de contrastes que tenía sus propias aspiraciones en la vida. Y por encima de todo, lo que él más ansiaba era el dejar su huella en la historia, convertirse en el rey más poderoso de la zona y que todos le amasen y le temiesen por igual. Por ello Mael nunca rehusó una batalla y jamás renunció al poder de la guerra para conseguir sus objetivos. Pero Mael no era un hombre violento, ni tampoco era más belicoso que sus vecinos. Simplemente él era hijo de su época, de una época llena de miseria y violencia en la que todo se solucionaba con el uso de las armas.

Mael no era el hombre más perfecto, de eso no hay duda, pero sí era uno de los padres más cariñosos del lugar. El rey tenía tres hijos a los que adoraba y por los que profesaba un amor sincero. A su primogénito, el intrépido y osado Cedric; a su segundo retoño, el dulce y cariñoso Alan; y a la más pequeña de los tres, la siempre risueña Eileen. Era a ella a quien más quería por ser su única hija, su ojito derecho con diferencia. La pequeña, de dorados cabellos rizados, una sonrisa siempre en la boca y una alegre canción constante en su garganta, era muy querida en el reino y su padre se sentía muy orgulloso de ella. Era como si a su alrededor no existiese la tristeza, era como si un halo de bondad y alegría la rodearan siempre y anegasen en todo momento el corazón de todo aquel que estuviera a su lado. La felicidad no era plena en aquella época, pero lo que vivían Mael y su familia se acercaba mucho a lo que debía significar esa palabra.


Los años se sucedieron, los ancianos fueron muriendo y nuevos vástagos nacieron en el pueblo. Y como no podía ser de otro modo, Eileen y sus hermanos fueron creciendo poco a poco. Cedric y Alan pronto empezaron a interesarse por la caza y por la guerra, incluso el primero empezó a sentir cierto interés por las chicas, a las que espiaba entre los árboles cuando se bañaban en el río. Pero Eileen siempre se mantuvo jovial y alegre, divertida e inteligente, como había sido siempre, bella y curiosa como nadie pensaba que podría ser alguien. Eileen siempre estaba cantando, siempre estaba riendo, y nada parecía capaz de turbar su ánimo o ensombrecer el halo que parecía rodearla.

Pero un día la tragedia tocó dos veces a la puerta de Mael sin avisar. Su hija, su querida y única hija, enfermó repentinamente de unas extrañas fiebres para las que nadie tenía una explicación. La desolación entonces se instaló en el corazón del rey y la tristeza llegó con fuerza al reino. Tal era el cariño que se le tenía a la princesa que hasta el Sol pareció desvanecerse entre densas nubes e intensas lluvias. Como si el mismísimo cielo llorase por la cercana muerte de la joven princesa.

Mael, apesadumbrado, supo que quería estar a su lado todo el tiempo posible y no dudó en dejar de lado la guerra para centrarse en la salud de su hija. Durante semanas mandó emisarios a todos los reinos de la región con órdenes de llevar con urgencia notas en las que pedía, rogaba más bien, que si en alguno de ellos hubiera un hombre de conocimiento que pudiera curar a Eileen que, por favor, acudiese a su llamada. Les prometía oro, tierras, hasta mujeres si fuera necesario.  Su ofrecimiento era demasiado jugoso para muchos, irrechazable incluso, y Mael no tardó en obtener abundantes respuestas. Muchos fueron los que oyeron su llamada y viajaron desde diferentes puntos de la sierra para socorrer al entristecido rey. Médicos, curanderos, hechiceros... hasta hombres de fortuna se acercaron a palacio con la esperanza de que la suerte les sonriera. Pero ninguno de ellos fue capaz de encontrar la cura al mal que atenazaba el diminuto cuerpo de Eileen y Mael se sumió en una profunda depresión.


El tiempo siguió su discurrir imperturbable y Eileen siguió empeorando a cada día que pasaba. Ya apenas se levantaba de la cama y apenas comía. Su bello rostro se había convertido en una pálida calavera en la que todavía brillaba la intensa mirada de sus ojos glaucos, aunque ese brillo también había empezado a desvanecerse ya. La vida de Eileen parecía una flor sin agua que poco a poco se marchitaba y Mael, que pasaba las noches en vela sujetando la mano de su hija, envejeció años en cuestión de meses. Su rostro se llenó de arrugas, su pajizo cabello se torno ceniciento y su vigor pareció abandonar su cuerpo para siempre.

Elvia, su esposa, veía cómo la enfermedad de la hija consumía también al padre y empezó a preocuparse por la salud de su marido. Sabía que tenía que hacer algo, pero no se atrevía a molestar a Mael, conocedora como nadie de que se trataba de un hombre de carácter, terco como pocos. Pero al final la reina reunió el coraje necesario y una mañana de otoño habló con su esposo.

—Deberías salir a los bosques del sur —le aconsejó en los aposentos de la joven princesa—. Allí dicen que el aire cura los males del corazón.

—También dicen que allí los árboles cobran vida y que un poderoso ser habita en las entrañas del bosque. No puedo permitir que me pase algo, no estando mi pequeña así.

—Tus otros hijos también te necesitan —le reprochó con severidad mientras se acercaba a la ventana. Al otro lado Elvia pudo ver los lejanos bosques de hayas, que ya habían empezado a adquirir el color rojizo que tanto les caracterizaba en esa época del año.

—Cedric ya es mayor. Si tiene edad para ir detrás de las campesinas también lo es para coger responsabilidades en el gobierno.

—¿Y qué hay de Alan?

La reina se volvió hacia su marido, que seguía sentado junto al lecho de su hija. Eileen ya no abría los ojos, pero, por cómo cerraba el puño, Elvia sabía que les estaba escuchando.

—Ese chico es demasiado débil. Aún no sé qué tomaste durante su embarazo, pero le debilitó el corazón. Jamás será un buen guerrero.

—No seas tan severo con él. Es todavía joven y sigue siendo tu hijo.

Mael observó a su esposa y después negó con la cabeza mientras volvía a posar sus ojos en su querida Eileen.

—No sé qué hacer, Elvia. Ya hace dos días que nadie viene a ver a nuestra pequeña y temo que nos abandone mientras yo estoy fuera. Jamás me lo perdonaría —respondió con sinceridad. En sus ojos verdes se podían ver las lágrimas que intentaban abrirse paso.

—Hazlo por todos nosotros. Viaja al sur. No son más que dos días de viaje. Paséate por esos bosques milagrosos y vuelve con tus energías renovadas. Eileen es fuerte, como su padre, y estoy segura de que aguantará cuatro días sin ti.

Mael no dejaba de mirar a su esposa y al final asintió. Viajaría a los bosques del sur para buscar el vigor y las fuerzas que le habían abandonado en los últimos meses. Se lo debía a su familia y a su pueblo.

El druida y la princesaTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon