De pronto aparece el mismísimo Lucas Fernández, que ya no es colorado con rulos porque se acaba de pelar. Me mira sorprendido de encontrarme acá y me saluda. Le susurro al oído que, por favor, me siga la corriente, que soy su hermano y me llamo Lucas, que use su segundo nombre, Nahuel.

Me enorgullezco de reaccionar rápida e inteligentemente, de no haberlo hecho se me hubiera ido de las manos. Igual no importa, de alguna manera que no alcanzo a entender la termino cagando. Así que ahora nos persiguen las femizombies y los evangelistas hipnóticos.

Subimos al auto de mi amigo, que mete primera y pisa el acelerador. El auto ruge y levanta una nube de polvo. No sé hacia dónde vamos, pero es en dirección al oeste.

Lucas, mi tocayo, maneja rápido, más que lo necesario para dejar atrás la heterogénea e intolerante horda. "Lucas, aflojale un poco", le digo. Él sube el volumen de la música alternativa y pisa aún más el acelerador.

Frente a nosotros hay una pronunciada curva, y al lado un pequeño lago. "¡Lucas!", le advierto. Gira rápidamente el volante hacia la izquierda y comienza a derrapar muy hábilmente.

Nos deslizamos lateralmente mientras las ruedas delanteras traccionan y el ABS intenta estabilizar la dirección. Pero el deslizamiento continua un instante más de lo debido, la rueda trasera derecha sale del asfalto y yo siento que caigo de espaldas.

Lucas le imprime potencia al motor para que compense el peso, pero no es suficiente y caemos al agua. Reacciono rápido y le indico que abra la ventanilla antes que el agua suba y quedemos atrapados. Nos quitamos los cinturones mientras el agua ingresa y nadamos a la orilla mientras el vehículo se hunde.

Mientras tiemblo de frío, pienso en decir algo, no sé si agradecerle por haberme salvado o regañarlo por perder el auto de un modo tan estúpido. Mejor me callo. Él también guarda silencio.

Sobre la curva, hay una cabaña con una pequeña galería y piso de madera. Vamos sigilosamente hacia allá y nos resguardamos del viento.

Pero por lo visto no fuimos tan sigilosos. La puerta se abre y sale una anciana arrugada de pelo seco y canoso, envuelta en un camisón rosado. Parece menos asustada que nosotros, es amable y maternal. Nos trae toallas y un vaso de leche caliente.

Entramos y nos alojamos en una misma habitación. Nuestros teléfonos están arruinados por el agua, así que pregunto si puedo hacer una llamada. Ella desconfía, me dice que quizás en la mañana. Cierra la puerta y quedo con mi amigo a solas.

Estamos los dos espabilados y con más adrenalina que nunca. Y para empeorar las cosas, resulta que la pequeña habitación es un depósito de guitarras e instrumentos de cuerda. Mi amigo es músico y yo tengo algo de idea, así que nos ponemos a revisar.

La colección es diversa y de muy buena calidad, hay rarezas y piezas únicas. Guitarras de siete cuerdas, bajos diminutos. En fin, mi amigo está loco y quiere llevarse una a su casa.

La anciana nos invita a la sala de estar, parece que tampoco puede dormir. Mientras mi amigo afina y juega con una guitarra, la viejita me saca conversación.

Resulta que los hijos nunca la visitan y las guitarras pertenecían a su difunto marido, quien le dejó una generosa pensión. Le sigo la corriente un buen rato mientras la adrenalina va amainando, hasta que ella se despide para ir darse un baño, no sin antes darme una última mirada y señalarme la puerta.

No hubo chance de conseguir una llamada telefónica, pero ahora mi amigo me insta a negociar con la señora para que le regale las guitarras.

No entiendo la secuencia de razonamiento ni como logra convencerme, tal vez porque es evangelista y tiene destellos del poder hipnótico, no lo sé. Lo que si sé es que me tengo que prostituir para que la anciana le regale las putas guitarras.

Toco la puerta del baño y pregunto si puedo pasar. Al abrir la puerta y toparme con el vapor de agua, veo una mampara de acrílico difuso que exhibe su esquelética e incolora silueta.

Ella cierra la canilla, abre el bastidor y se acomoda el poco pelo que tiene detrás de las orejas. Luego camina hacia mí, con las tetas caídas y los pedazos de piel bailando a cada paso. Por suerte, el cansancio me ayuda a no asimilar lo que veo, así que los detalles de alguna forma no llegan a mi cerebro.

Me guiña un ojo y toma la bata que está a mi lado, diciéndome que la espere un minuto. Sale del baño y cierra la puerta. Safé, al menos por ahora.

Mientras espero, me pregunto si debo desvestirme o si aún estoy a tiempo de escapar. En eso se abre la puerta y es Lucas que quiere decirme algo.

Parece que encontró armas y micrófonos en la casa. Hay algo raro con esta pensionada... Me dice que el FBI se puso en contacto con él y le ordenó que mantenga su posición, que en la cabaña hay bombas caseras de destrucción masiva.

"¿Algo más?", le pregunto exasperado.

"Sí. Tratá de demorarlo mientras las desactivo, es High-Tech y las bombas son diminutas", responde.

"¿Me estás jodiendo? ¿Qué tan diminutas?", pregunto.

"Como bolillas", me dice formando un círculo con el dedo índice y el pulgar.

"¿No hay riesgo de que las hagas explotar?".

"Me dijeron que no".

Cierra la puerta y trago saliva. Que lo demore, la puta que los parió.

¿Qué mierda está pasando? Escapamos de una horda de femizombies y un clan evangelista hipnótico, ahora el FBI quiere que me acueste con una pensionada terrorista mientras mi amigo desactiva las bombas. Algo no cierra y no sé qué es.

Debí haberme quedado en casa. Con o sin insomnio ya estaría dormido, probablemente lejos del radio de explosión de las bombas y seguramente lejos de la sífilis. Los preservativos son como las bombas atómicas o las espadas samurái: podes necesitarlas o tenerlas, pero nunca ambas a la vez. 

FIN

Mundos posibles (Relatos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora