Los peones comen de lado

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--¿No te dije que le cayeras, pendejo?

No me gusta cómo me hablas. Yo aguanto vara, compadre, pero aquél no. Me doy cuenta porque siento cómo me sube por el estómago y me agarra el corazón entre los dedos. Respiro. A veces así la sensación se me quita, o por lo menos me distraigo acordándome de otra cosa, de antes de todo esto.

A tu amigo el de la derecha le están sudando las manos sobre la cacha, y si nomás venías a hablar, le hubieras dicho al de la izquierda que no se mamara, que no se pusiera tan coco. En fin, y aquí entre compas, yo también tengo miedo. Lo que no sé es si ustedes lo huelen igual que yo. Hubiera traído pistola, pero la idea era hablar, ¿no?

--Señor, me temo que voy a tener que volver a pedirles a usted y a sus asociados de la manera más atenta que trasladen sus actividades a otro lugar. Mi jefe insiste,-- y no le gusta insistir.

Me trueno el cuello y el hombro izquierdo, así como que me vale madres; como que hago cosas así todas las noches; como que no es mi primera vez. Ya sé, ya sé: te ríes. Es el juego de a ver quién la tiene más grande, y ustedes con escuadras y AR-15s, y yo aquí como pendejo, nada más con las palmas abajo, las puntas de los dedos levantadas y la esperanza de que mientras sigues quedando bien con tus compas, Aiakos y Aquiles ya estén junto a la puerta por la que ustedes entraron, y de que, si las cosas se ponen culeras, este congelador de aquí junto me quite aunque sea alguna bala.

No vas a ceder, ¿verdad? No. Estas cosas son complicadas, sobre todo si no me dan con qué negociar. ¡Ojalá hubiera traído pistola, aunque fuera para sentir que tengo algo abajo del brazo...! Cuando estoy tenso, como ahorita, a veces siento el suelo en las plantas de los pies; huelo a la gente por el costado, o por la nuca, y las luces se ven un poco menos ámbar. Respiro: así, a veces se me quita la sensación de que estoy en más de un lugar al mismo tiempo.

Respiro otra vez y les hago la sonrisa ensayada, la mirada que va de uno en uno y se queda tantito en los ojos de tu amigo el de las manos, para luego regresar a los tuyos.

--El señor está muy interesado en llegar a un acuerdo mutuamente benéfico con ustedes y con la organización a la cual representan, por lo cual estoy autorizado a hacerles una última of...

--¿Me estás amenazando, cabrón?-- No, no te estoy amenazando, y por favor, baja la... --¡Qué huevos!-- Okey, este pedo ya valió madre. --¡Nos amenaza el hijo de la verga!

Levantas la pistola y tiras tres, cuatro veces mientras me dejo caer y pego el hombro al congelador. --¡Quieto! ¡Quieto! ¡En el piso!-- grito una y otra vez entre las balas que abren el fierro, porque no sé si funciona, y no voy a sacar la cabeza hasta que hayan tirado por lo menos treinta.

Nada más oigo las primeras: después, ecos. Una me rompe la costilla. Otra me entra por la espalda baja y me sale junto a la vejiga. Otra se me queda en el omóplato derecho y una más me atraviesa la mano que tenía apoyada en el suelo. Me queman y siento cómo aquél me hunde las uñas por dentro. Entre los ecos se oyen gruñidos revueltos con gritos de dolor. El aire huele a miedo y a humo. Los labios me saben a algodón y a sudor viejo. Me paro. Siento piel y tendones entre los dientes. Me das la espalda, ignorando a tu amigo que está boca abajo en el suelo y tirando pa' donde está boca arriba tu otro compa, con un brazo en la boca de Aquiles y la cara entre los dientes de Aiakos.

Cierro mi mano rota en un puño. Antes, si tenía suerte, podía noquear a alguien de un chingazo en la mandíbula. Ahora les fracturo la quijada si no tengo cuidado. Casi siempre tengo cuidado, pero vamos, viejo: le acabas de disparar a mi perro.

Tu cuerpo choca contra la columna como muñeco de trapo. Los ojos se te cierran. Las palabras te salen como un silbido hueco. Del otro lado de tu cara, los huesos de la boca se te doblan como el cadáver de un animal colgado.

Todo va bien hasta que tu amigo se levanta y me ve aquí parado, con el chaleco y el saco empapados de sangre. ¡Puta madre! Aquiles y Aiakos me lamen las manos. Vio demasiado. Sé lo que tengo que hacer. Respiro.

Lo miro a los ojos. Los dos tenemos miedo, pero a él se le nota. Yo escondo bien las manos que me tiemblan.

--Escúchame bien.-- Conozco esa mirada: no sabe ni dónde ni cuándo está. Oye los quejidos y los ve a ti y al otro tirados entre la polvareda. --Imagínate lo que te voy a decir.-- Sus ojos se vuelven a perder en el muro. Sé lo que tengo que hacer. --Voy a llamar a tu gente para que vengan por ellos, y cuando cuelgue, tú vas a venir conmigo y te vas a subir a la camioneta en el asiento del pasajero sin hacer preguntas ni poner resistencia.

Obedece. Yo me doblo. Me apoyo las manos en las rodillas y suspiro para dejar de temblar. Saco el teléfono, llamo, y cuando termino, me enderezo para estar a su altura. Me subo, y él en el asiento de al lado. La bodega está hecha un cagadero, pero tu sangre y la de tu amigo huelen a triunfo. El otro, el que se sienta a mi lado, huele a cigarro y a grasa podridos, y se me hace agua la boca. La camioneta enciende.

--Vamos a hacer un trato tú y yo,-- le digo mientras cierro la cajuela y veo por el retrovisor que Aquiles y Aiakos estén bien.

Vio demasiado.

Sé lo que tengo que hacer, pero nunca fui bueno para seguir órdenes.

El CaballeroWhere stories live. Discover now