Viejos amigos

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El sol se había puesto y las estrellas ya se podía observar en el firmamento. Los hijos del bosque tenían un refugio muy bien preparado, a prueba del viento, de la nieve, del frío, pero sobre todo de los Caminantes Blancos. Podías descender por una pequeña entrada que había en el tronco de un árbol, llegando a una gran sala donde los hijos del bosque realizaban sus tareas. Desgraciadamente, allí abajo no había sitio para un dragón. No obstante, toda la zona estaba protegida por su magia; magia y poder que contrarrestaban a los Caminantes Blancos.

— ¿Por qué no regresaste?— preguntó Sanna. 

Mientras, algunos hijos del bosque, entre ellos las dos mujeres que la habían encontrado, se encontraban alrededor del fuego, escuchando su conversación. Otros, ofrecían sopas calientes, elaboradas con todo tipo de verduras, muy típicas de su naturaleza herbívora.

— Era necesario que me quedara aquí. Tu padre me encomendó cuidarte, protegerte, y eso es lo que hice— Sanna arqueó una ceja, debido a la respuesta tan incoherente de Ser Roderic—. Créeme, lo he hecho.

— Creo recordar que para proteger a una persona, hay que estar a su lado. Todos los días. Usted desapareció hace más de dos años, no he sabido nada de nada. Por lo menos, podría haber dado señales de vida. Solo con eso me hubiese alegrado muchísimo— respondió la de cabellos castaños mientras bebía un poco de sopa—. Pero eso es pasado, ¿qué ha hecho aquí?

— Aprender. Conocer los secretos más intensos de los hombres. Pero sobre todo, saber todo lo posible de los Caminantes Blancos y cómo detenerles— explicaba Roderic—. Esto es vidriagón. Es lo único conocido hasta ahora que puede acabar con los caminantes—sacó una espada negra con la empuñadura de un dragón—. Es una de las pocas espadas que siguen en nuestro mundo y que están hechas completamente de vidriagón. Y le pertenece a usted— se la entregó con cuidado—. Fue la herencia de su padre, esto y ese dragón plateado que hay ahí fuera— Sanna sonrió mientras recibía el regalo.

— Es totalmente preciosa. Jamás había visto algo parecido— la empuñó—. A Ajax le hubiera gustado muchísimo esto. Era mucho mejor que cualquiera de sus maestros, ¿recuerda, Roderic? Era valiente, muchas veces un poco infantil, pero al fin y al cabo era digno de ser un Varryen ... — entristeció por momentos al recordar a su hermano mayor—. Es una lástima que no esté aquí para verlo.

...

Dos semanas después, en la otra costa del Mar Angosto, Ajax y Kaevan viajaban a lomos de sus caballos para llegar a la que parecía ser su residencia. No era un palacio, no era una mansión; era una casa abandonada a las afueras de Narvos. Allí vivían ambos, junto a algunos soldados fieles a la casa Varryen.

— Deja los caballos en el establo, Kaevan. Luego, ven a mi habitación. Varys vendrá también a hacer recuento de todos los hombres de los que poseemos y nos dará la información necesaria de la Costa del Fuego— decía Ajax mientras bajaba de su caballo negro.

Al entrar en su habitación, abrió las ventanas, se apoyó en ellas y pudo observar las perfectas vistas de Narvos. Más allá, surcando el mar, se encontraba su hogar, su patria, el lugar al que quería regresar costara lo que costara. Llegó a Narvos con un propósito, y lo había conseguido. Diez años después, era la hora perfecta para volver a casa.

Observó por primera vez desde hacía un par de meses el emblema de su casa. El dragón blanco. Su padre siempre lo recordaba en cada lección, en cada clase. Y, sin saber por qué, empezó a amar a esos seres que ni siquiera había visto. Es más, desconocía su existencia, desconocía las posibilidades de poder ver a una bestia así. Pero, por sus medios, por la insistencia y orgullo de su familia, él lo consiguió.

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⏰ Ultimo aggiornamento: Mar 29, 2018 ⏰

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