El Secreto de las Cuartetas (Segundo cap.)

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                                                       Capítulo 2

Me abstraje del presente para rememorar mi niñez, cuando vivía con mis padres en Barcelona, sobre la librería que regentaban en la parte antigua de la ciudad: la Librería Noguera…

 …Me encantaba pasarme las tardes revolviendo entre los libros viejos que ellos restauraban para luego venderlos a precios escandalosos. Es el negocio familiar, generación tras generación algún Noguera hereda la librería y prosigue con la lucrativa venta de primeras ediciones y ejemplares inéditos llegados a través de los contactos de sus propietarios. De muy pequeña encontré el gusto por la lectura, disfrutaba escurriéndome a hurtadillas a la tienda para perderme en la larga hilera de estanterías repletas de tesoros literarios. Además, descifrar idiomas antiguos y distintos me cautivaba. Estaba claro quién heredaría el negocio. De adolescente me aplicaba mucho en el colegio, sobre todo en las clases de lengua, y por las tardes despachaba detrás del mostrador, era apasionante atestiguar la peregrinación de personajes variopintos interesados en libros de lo más dispares. Tras anotar sus pedidos, observaba los pasos a seguir para localizar el volumen. Otros clientes buscaban las manos profesionales de mis padres para remendar obras de bibliotecas particulares maltrechas por los años. Durante un sinfín de tardes me enseñaron los entresijos del negocio con vistas a prepararme para un futuro, un futuro como éste.

Volví a irrumpir en la piel de una adolescente Marta Noguera, con quince años recién cumplidos, cuando gracias a la señorita Pons conocí al que se convertiría en mi marido. La señorita Pons debía rondar los treinta y cuatro, era una mujer con la pinta típica de una profesora de letras: enormes gafas de concha marrón en una cara corriente, melena negra lacia recortada sobre los hombros y vestuario pasado de moda. Yo cursaba tercero de BUP en una escuela mixta muy cercana a casa, la casualidad quiso que la señorita Pons viviera a dos bocacalles de la librería y cada mañana hiciéramos el recorrido a pie por la misma ruta, así surgió un afecto mutuo. Una mañana me propuso acompañarla a una conferencia en la Universitat de Barcelona a cargo de un tal Ángel Ponsard, un joven y brillante estudioso francés que empezaba a destacar en el mundo de las letras. Acepté encantada. ¡Era una experiencia única! Me pasé una semana entera tachando los días en el calendario donde el martes 12 de diciembre aparecía enmarcado en rojo. A las siete en punto apareció la señorita Pons. ¡Estaba tan emocionada! Aparte de la conferencia, podría descubrir el entorno universitario que me acogería dos años después. ¿Cómo serían las aulas? ¿Y los alumnos? No dejaba de ser una adolescente con la cabeza llena de pajaritos, cualquier cosa me encendía las mejillas.

Aquel invierno estaba resultando bastante crudo, el termómetro bajaba en picado y algunas nieves habían emblanquecido una Barcelona que respiraba ambiente navideño en calles y escaparates. Salí de la librería con la sensación de iniciar el ascenso hacia la edad adulta. ¡Mi primera conferencia en la universidad! Enfrascadas en una de nuestras eternas conversaciones sobre los libros que ambas devorábamos a la vez, llegamos en un periquete. El viento helado impactaba contra mi cara al salir del coche, me apreté la bufanda con las manos enguantadas y caminé despacio hacia el interior del recinto, escuchando las explicaciones de la señorita Pons. La facultad cumplió todas mis expectativas: amplia, regia, llena de estudiantes mayores de edad. Se me comprimió el estómago al imaginarme sentada en aquella aula con los apuntes diseminados por la mesa mientras escuchaba la disertación de algún profesor encanecido sobre el atril con la enorme pizarra en la pared.

Cuando Ángel apareció y empezó a hablar, fui incapaz de escucharlo, mi corazón acababa de recibir una descarga implacable. Me quedé quieta, con la mirada fija en el joven francés, embelesada por su porte como una tonta. Su tono melódico despertó ensoñaciones románticas que condenaron su exposición al olvido. A sus veintisiete años me pareció la representación de un Adonis moderno. Largos bucles dorados crecían rebeldes sobre sus hombros y recortaban la forma alargada de su cara. Cuando gesticulaba, algún rizo despistado se posaba sobre su bronceada faz, entonces él lo apartaba con ademán delicado. Dos enormes ojos azules brillaban al son de su entusiasmo. La nariz aguileña sobresalía sobre unos carnosos labios. Las cejas, rubias y frondosas, se levantaban en momentos puntuales para enfatizar aspectos de su disertación. Vestía informal y elegante a la vez, con unos pantalones beige de pana un poco anchos, sujetos por un sencillo cinturón de cuero; debajo de una americana marrón del mismo material, y con coderas de piel, sobresalía una camisa de algodón a cuadros que combinaba con el resto de su vestuario. Caminaba de un lado a otro del púlpito, su metro setenta y ocho de estatura acompañaba grácilmente sus palabras.

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⏰ Last updated: Apr 12, 2015 ⏰

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