Prefacio

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  Niebla.

  Humo.

  Sangre.

  Las espadas ya no chocaban entre sí. Ya no se oían los gritos de coraje y horror. Ya no había esperanza. Ya no había vida. Ya todo había acabado.

  En medio de la oscuridad, el silencio estaba quebrado por el susurro del río.

  Ni grillos en la noche, ni oraciones, ni plegarias.

  Sólo agua. Sólo sus suaves murmullos y los rápidos que serpenteaban colina abajo. Una corriente escarlata que llevaba consigo las almas, la vida y la historia de una batalla.

  Lo que antes habían sido montañas rocosas cubiertas de hierba seca y barro, ahora eran colinas llenas de cuerpos. Todo tipo de criaturas yacían en el suelo mutiladas, sucias, desangradas. Algunas con los rostros tranquilos y pacíficos, otros con muecas de horror. Cada pocos metros se alzaban fuegos azules y verdes, en una danza mortal, las llamas bailando y despidiendo un denso humo con olor a azufre.

  Y entonces, con el cuerpo enterrado en un charco congelado de lodo, un muchacho abrió los ojos. No, no estaba vivo, pero tampoco estaba muerto. Su alma todavía seguía atada a él, y eso era lo que le impedía irse.

  Con los ojos turquesas mirando alrededor, recordó los últimos momentos. Recordó con tristeza y terror los rostros de sus amigos, gritando de dolor, peleando con valentía hasta el último aliento. Recordó sus risas y sus riñas. Recordó las comidas que habían compartido y las peleas que habían luchado. Recordó lo lleno y útil que se había sentido al formar parte de ese grupo. Recordó lo bueno y lo malo. Recordó todo lo que habían logrado, y lo que habían perdido.

  Inconscientemente, su mano se movió, buscando a tientas su libro. Cuando su palma acarició unas suaves hojas apergaminadas cubiertas de sangre y barro, sus ojos brillaron y de su boca salió un suspiro de alivio.

  Sintió como sus fuerzas lo iban abandonando, así que, antes de que alguien más tuviera el libro y lo usara, él mismo se encargaría de hacer lo correcto. Esta vez, nadie más saldría herido. Nadie nunca más sufriría.

  Y, con su último aliento, acarició las amarillentas páginas escritas en rojo, rezando por todos sus amigos, y por las criaturas que habían dado la vida por su causa. Al segundo siguiente, sus ojos claros miraban al cielo, inertes, vidriosos y sin vida.

  Sin alma.

  En el cielo, los dioses lloraron. 

Grimoire: las memorias perdidasWhere stories live. Discover now