1.- Preparar la urdimbre

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11 de junio de 1780, Bibury, condado de Gloucester

El gusanillo de los nervios se arrastraba por sus tripas desde hacía unas cuantas horas, deslizándose imparable por todos y cada uno de los recovecos de su cuerpo, sin importar que permaneciera quieto o en movimiento, sentado o en pie, hablando sin parar o callado como una tumba.

George Adams no era un hombre dado a la inquietud; tampoco a la desesperación o al temor. Pero ese día era distinto. Ese día y todos los anteriores. Durante aquellas agónicas horas había estado vagabundeando por las habitaciones de su cottage como un alma en pena. Consternado, se había dado cuenta de que las paredes le ahogaban cada vez un poco más, solapadamente, en silencio, como si la angustia misma fuese una enfermedad diabólica. Harto de ella y de sí mismo, George había huido a su taller atravesando el huerto y los jardines de la familia, quizá con la esperanza de encontrar un sosiego que, en el fondo de su alma, sabía que era imposible. No había lugar sobre la tierra —ni bajo ella— que le proporcionase la paz de que carecía. Sencillamente, ésta parecía no existir.

«Y todo por no tener un poco de cuidado», se reprendió a sí mismo mientras, caminando a zancadas hacia la endeble puerta de madera del taller, sentía la tibia caricia de los rayos del sol cayendo sobre su rubia y entrecana cabeza, sobre sus hombros y sobre su pecho, aún firme, poderoso y velludo pese a sus cuarenta y nueve años cumplidos. Sus ojos, de color verde alga, transparentes como las aguas del río Coln, observaban indolentes el jugueteo de su propia sombra en el suelo húmedo. No prestaba atención a las bonitas acederas o a los endrinos(1) del huerto, abriéndose paso entre ellos casi fastidiosamente, ni a los dorados dientes de león ni a las frondosas ramas de los abedules, cubiertas de hojas verdes y frescas que, a intervalos, le libraban del calor del astro rey.

No podía interesarle nada. El indescriptible recuerdo del médico lo atormentaba. Rememoraba una y otra vez su expresión, a un tiempo átona y afectada, sus manos blanquecinas palpando con desesperante parsimonia la barriga hinchada de Margaret, que tumbada en su lechiga juraba haber empezado ya con el parto. Había estado encinta cuatro veces, y una quinta no la había cogido desprevenida. No así a su marido. Y, por supuesto, Maggie reconocía cómo era el dolor que anunciaba el nacimiento del nuevo hijo, ese dolor intenso que parecía proceder de las vísceras, de los huesos, del útero y hasta del mismísimo corazón. La condena de todas las madres.

George abrió la puerta del taller de un violento tirón, estampándola contra la pared y produciendo un ruido ensordecedor. El interior, polvoriento y oscuro, olía a lana nueva aún sin cardar, a mimbre y a agua lodosa. Olía a telas empapadas y al amoníaco que extraían del orín de Hazy, el viejo percherón alobunado que pertenecía a los Adams desde hacía casi veinte inviernos. Como mordiente para la fibra, el orín de caballo resultaba no mejor que la mezcla del alumbre y el crémor, pero sí bastante más barato. George Adams pensó que, cuando el anciano jamelgo estirase la pata, la familia tendría que apretarse aún más el cinturón para encontrar el modo de pagar el mordiente. Los tiempos no eran precisamente buenos en Bibury, y sospechaba que tampoco lo serían en el resto del condado. Gloucestershire estaba, a sus ojos, en cruda decadencia.

El hedor del amoníaco y de la tela mojada le valió para olvidar sus cavilaciones por un momento. Entró en el taller a tientas; los postigos de las ventanas aún estaban cerrados después de una noche de vigilia y turbación.

La mañana estaba espléndida, y ni una sola nube emborronaba el límpido añil del cielo. Una brisilla fresca y perfumada atenuaba la flama que el sol dejaba caer sobre el pueblo, moviendo las hojas de los árboles y silbando entre los verdes cañaverales de la ribera del río. Aquellos silbidos, en parte inarmónicos y en parte perfectos, casi matemáticos, solían escucharse bien desde las ventanas traseras del taller, que conducían a las herbosas orillas del Coln. Allí solían anidar cucos, garcetas blancas y ruiseñores.

La tejedoraKde žijí příběhy. Začni objevovat