—Mañana el Chelsea y el Tottenham harán una oferta por el estadio de Maracaná —le dije yo.

Iba a apuntar algo más mi compañero, íbamos a hacer eternas las suposiciones como la prensa deportiva, y amarilla, de Reino Unido cuando el seleccionador entró por la puerta.

Después de aquellos cuatro minutos de espera vinieron cuatro semanas de dura preparación. De hacer equipo. De llegar hasta el descuento de la final que estaba jugando en ese momento. Final interminable. Final de la que quedaban tres minutos.

Un pase que me llega y tres minutos para cruzar el balón al otro lado del campo. Sólo hacen falta segundos para eso. Tres minutos para un gol. Sólo un gol, ni que fuera tan difícil hacer goles.

Como aquel gol que hice en categorías inferiores, cuando me caí de resbalón y, con el simple roce de mi talón, el balón fue rodando lento y fácil, casi absurdo, hasta colarse por entre las piernas del portero. No era el mejor gol del mundo. ¡Vaya que no! Probablemente fuera el mejor de mi historia. No fue un gol vencedor, no era un gol de esos relevantes que se te quedan en la retina porque te hacen ganar una liga de campeones, en la sala del no olvidar, un gol de trofeo y vitrina; era un gol ridículo. Merecía su lugar entre los más importantes. Es del primero que me acuerdo cuando un periodista me pregunta, pero del que nunca digo nada. Sólo sonrío y me lo quedo para mí y pienso en lo fácil que es, a veces, hacer un gol.  

Pero ahí, sobre el césped, bajo los cincuenta grados que parece que hacen en Brasil, no llega. No llega el gol. Y tampoco parece acabar el descuento. Pero no me quiero rendir. Que no, que aún hay dos minutos y medio para una prórroga de ensueño. Para otros treinta minutos más de corazones que se paran y de gritos que se quedan a medias y de pieles de gallina y de pelos de punta. De un país entero mirándonos y de un mundo que ruge esperando ver al campeón. Dos minutos y medio de descuento. La mitad del tiempo. La mitad buena de los cinco minutos. Así es como tiene que ser.

Dos minutos y medio como los dos minutos y medio que tardé en pedirle que fuera de mi mano el resto de la vida. Dos minutos y medio de rodillas frente a ella, esperando a que se me parara el corazón, a que hubiera un grito que se quedase a medias, esperando a que su mirada me pusiese la piel de gallina y los pelos de punta. Dos minutos y medio que sonreí constantemente y que fui el hombre más paciente del mundo. Dos minutos y medio que se traducían al resto de nuestra vida. Al resto de nuestra vida, en Turquía, en el barrio de Chelsea o donde la prensa deportiva quisiera ponernos casa, pero siempre con ella.

Dos minutos y medio para toda la vida como en ese momento sobre la hierba por la que rodaba un balón que ya tenía dueño, y no éramos nosotros. Pero teníamos que serlo. No hemos llegado hasta aquí sino es para ganar, ganar, ganar y volver a ganar.

Mientras las jugadas se deshacían más que hacerse y el reloj me hacía tic tac en la cabeza, no pude olvidarme de ti. De ti que nunca nos dejabas perder, que nos recordabas lo mejor que teníamos y que nos sonreías antes de salir a jugar. O no, que nos regañabas una vez más con tu temperamental carácter.  Tú que fuiste casi todo en mis dos minutos de fútbol. Porque tú eras horas, días… años de fútbol y yo sólo soy dos minutos comparado contigo. Porque tú eras el fútbol. Si el futbol tuviera nombre y apellidos serían los tuyos. Y yo sólo soy los dos minutos de descuento de una final y del gol que no llega. Empújame. Empújame, por favor, mete el pie, bloquea al contrario, distrae al portero. Por favor.

Dicen que cuando estás a punto de morir, en un solo minuto toda la vida se pasa por tu cabeza. En un solo minuto se te pasa todo. Desde que naces hasta ese instante. Y yo debo de estar a punto de morir porque me duele el pecho, se me para el corazón, me llega el sonido a medias desde la grada. Me tiemblan las piernas, tengo la piel de gallina y los pelos de punta.

Recuerdo el momento en el que pisé un balón por primera vez. Tenía los colores de mi bandera, y me lo habían regalado por mi cumpleaños. No tenía ni idea de qué esperaban que hiciera con él, pero sabía usarlo antes de que me lo explicaran. Sabía perfectamente cómo hacer que funcionara. Era algo innato, propio, como si hubiese nacido sabiendo.

Recuerdo cuando ganamos el primer campeonato infantil, y cuando pensé que haría esto para siempre. Cuando seguí trabajando mientras mis amigos salían de fiesta. Las cosas a las que renuncias sólo por algo que te hace latir por dentro. Los minutos de vida que dejas pasar sólo para realizar tu sueño. Recuerdo el momento en el que salté del banquillo al primer equipo y el día en que la grada empezaba a corear mi nombre. El día en que te prefieren antes que a quien siempre has admirado. El día en que la prensa te pone de club en club, la UEFA te pone en “la lista”,  los cuatro minutos largos en los que ya sabes que vas a ser titular para ganar la copa del mundo... y ahora debo de estar muriendo en un minuto, porque duele cada recuerdo mientras veo que el balón de la última oportunidad roza el palo y sale despedido hacia la grada.

Debo de estar muriendo como el partido al que le quedan segundos. Y ya casi deseas que acabe la agonía. «¡Pita, ya! ¡Pita, ya, hombre!» Y es un suicidio, pero no queda tiempo para preparar una jugada otra vez. Y miras a tus pies, las medias de tu compañero unos metros más allá, y las del árbitro y, entonces, pides más tiempo. Tiempo extra. Más descuento. Tiempo muerto. Lo que sea. Pides volver atrás, a cuando quedaban cinco minutos. Pides, pides, pides… ¡Penalti! Lo que sea…

Pero pita y se acaba. Pita una vez, que se te clava en los oídos. Pita dos, en lo que tardas en desearle la enhorabuena al campeón, en lo que tardas en sentirte un pequeño trapito que no ha valido para nada, en lo que escuchas un ruido sordo a tu alrededor y comienzas a ver luces blancas por todas partes. Pita tres veces, y mueres.

 Tumbado en el suelo, mirando al cielo. Ciego por la luz, o no. No lo sé. Nada importa. Como al principio del descuento. Nada importa ya. Nadie se acuerda del subcampeón. Nadie sabrá quién no ganó el mundial. Nadie querrá volver a jugar con tu nombre de club en club. Pero te queda todo lo demás. Lo que vino a tu cabeza, lo que de verdad es importante. Lo que te ha llevado hasta ahí. Hasta llorar sobre el césped de alguna parte del mundo.

Y quien diga que en el fútbol no hay pasión, miente. Quien diga que no te hace los minutos largos, que no te para el corazón,  que no te pone la piel de gallina y los pelos de punta, no sabe nada. Quien diga que no te hace disfrutar de los descuentos que da la vida, no sabe lo que es vivir.

 Quien dice que el fútbol no es vida… que me responda una cosa: Si no es vida, ¿por qué mata?

DescuentoWhere stories live. Discover now