Pantera

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En un principio, todo se desarrolló con absoluta normalidad, tanta que hasta empezaba a ser sospechoso. Los colores bien saturados, las superficies un poco brillantes de más, y una escena que en su conjunto resultaba ligeramente acartonada, forzada, como un montaje cinematográfico. Pero está bien. Estos señuelos siempre están presentes, son señales que yo mismo me dejo, para saber que estoy ahí. Corría por un sendero de montaña: saltaba entre las rocas, cruzaba arroyos, me movía a toda velocidad apartando de mi camino a cuanta liana colgante o ave exótica se me cruzara, ahuyentando a cualquier animal que asomara a mi sendero. Me sentía más libre que nunca, sentía en cada bocanada como el aire fresco y ligeramente húmedo me inflaba los pulmones y se metía en mi sangre para revitalizar cada extremo de mi cuerpo. Sentía también los reflejos del sol en los ojos, mientras se escurrían entre las copas de los arboles como gotas de una llovizna de luz. Me sentía plenamente vivo y energizado.

Corrí, corrí y corrí sin parar, intercalando zancadas con saltos espectaculares, rodaba por el suelo, me colgaba de las ramas para volver a lanzarme sobre el camino, sin cansarme, sin agitarme, sin sentir ningún dolor en el cuerpo; me sentía omnipresente en esa montaña infinita, me movía en ella como parte del ecosistema, poderoso y sin limites. Amo estos sueños. Siempre fueron mis favoritos, y cada vez que me duermo, lo hago deseando que esa noche me toque un sendero de montaña, corriendo como una pantera imponente, como un rayo negro que abraza la montaña.

Frené recién después de incansables horas, para contemplar el paisaje. Era una mezcla de una película, una pintura y algún recuerdo. No pude identificar cuales exactamente, pero estaba seguro de que era una combinación de todo eso. Lo contemplé largo rato, deteniéndome en los detalles; el sol se ponía entre dos montañas forradas por una selva de matices verdes, el cielo mutaba entre tonos rojos y naranjas, entrecortado por los tentáculos blancos y amarillos del sol, que cada vez se hundía más en el horizonte.

Con la caída del sol empecé a sentir un poco de frío, y busqué algún lugar reparado del viento, donde pudiera encender un fuego para pasar la noche. Caminé, esta vez más tranquilo, por otro largo rato, viendo cada vez menos, hasta que mis ojos se acostumbraron a la luz tenue, entre blanca y azul, de la luna y algunas estrellas. Terminé encontrando una barranca, rodeada de árboles, que me sirvió de refugio y donde encontré suficientes hojas y ramas secas para armar una fogata que durara toda la noche.

Me quedé mirando el fuego, hipnotizado por el movimiento zigzagueante pero al mismo tiempo armónico de las puntas. Sentí la soledad de la noche calándome hasta el fondo del pecho; me sentí inmerso en la oscuridad de la escena, y entonces me acerqué un poco más al fuego para evitar que esa sensación llegara a convertirse en angustia, y que el sueño virara a pesadilla. En el silencio profundo y negro de la noche de montaña, matizado por algunos ruidos de animales nocturnos y el crepitar del fuego, podía escuchar mi propia respiración aquietándose hasta casi apagarse. Empezaba a sentir el cansancio por la travesía, y de a poco fui parpadeando cada vez más seguido, por lapsos más largos, mientras me acomodaba en un colchón de hojas y me iba haciendo la idea de que ya me estaba quedando dormido. Así terminan todos mis sueños de montaña; siempre llego a una fogata nocturna, siento el cuerpo cansado, y me duermo lentamente, sin darme cuenta en que momento exacto me quedo dormido. Cuando me despierto, ya no estoy en la montaña; siempre me despierto en mi cama, con el ruido del despertador. Nunca llego a ver la fogata apagada, las cenizas humeantes, el amanecer colándose entre las copas de los árboles.

Pero esta noche fue distinta. Desde un principio sentí que era distinta, aunque no podía entenderlo. Y por mas que evitaba pensarlo, en el fondo yo sabía que algo era distinto. Ahora me doy cuenta, entre otras cosas, de que estaba más consciente de lo habitual. Más allá de los señuelos, que siempre están presentes, yo sabía mejor que cualquier otra noche, que estaba dentro de un sueño. Uno siempre lo sabe, pero se permite el autoengaño aunque mas no sea de a ratos, para sentir el placer de vivirlo en carne propia; el placer de creerlo real, por un instante. Pero esta vez, no me lo había permitido. Había transitado por mi sueño, como si no estuviera soñando. Lo había recorrido como si hubiera estado despierto, recorriendo en persona mi sueño. El lugar, el momento, la historia, todo pertenecía a mi sueño, excepto yo. Yo era un visitante, un inquilino nuevo pero permanente, que se había mudado a su propio sueño.

PanteraWhere stories live. Discover now