Cuando llegó su turno, Sias se plantó impregnado de la anómala convicción que le otorgaba la fortuna de haber logrado su cometido diario. Metió la mano en la bolsa de cuero y exhibió para el recaudador el pequeño diamante que había obtenido. El hombre lo cogió, sacó un lente redondo y rudimentario y examinó a través de este la preciosa piedra con cautela desmesurada. Al final, asintió y entregó a Sias el anhelo que cada uno de los treinta y tres que pertenecían a su grupo esperaba recibir al concluir la jornada. El niño asintió, agradeció con una palabra ligera y partió a su madriguera sin más, mientras el recaudador continuaba con su labor.

Los aposentos de Sias no eran otra cosa que un agujero individual sumergido en la roca donde no existían la luz ni el agua ni el calor ni el aire ni la esperanza ni el ánimo por vivir, donde no había más compañía que un astillado cubo de madera para sus necesidades. Y ni siquiera el cubo era suyo, como se encargaba de recordarles el capataz, pues este hacía énfasis en que los esclavos de la mina no tenían otra posesión que el talento para encontrar diamantes. Hacía énfasis también en que  el verdadero hombre es aquel que inclusive en la oscuridad encuentra lo que busca, y por ello la insistencia en realizar la recolección de los diamantes en la perpetua sombra. Así, decía, la recompensa era más gratificante. Y Sias pensaba que era un argumento estúpido para justificar la crueldad, pero también pensaba que era satisfactorio, pues al sacar el obsequio de su bolsita de cuero, el diminuto mundo suyo se iluminó. La luciérnaga fulgurante se encontraba aleteando con debilidad, encerrada en una esfera de cristal del tamaño de una naranja cuyo orificio de entrada estaba tapado con un corcho. Sias podía distinguir apenas la forma del cuerpo del insecto, pero resaltaban sus alas traslúcidas y brillantes que buscaban una libertad inalcanzable. Sias amaba la hermosura de aquella luz, y amaba también sentirse identificado con otro ser en el mundo, pues la luciérnaga destellante estaba tan atrapada como él, y era tan esclava del vidrio como él de la piedra. Y amaba, sobretodo, ser capaz de amar pese a ser un esclavo. Era su único consuelo en la oscuridad, el único remedio para que la mente no se perdiera y tuviera adonde acudir, el único objetivo a alcanzar en su vida lamentable. La luz duraba tres horas, pues las grandes luciérnagas desérticas no vivían más de un día, y a ellos se las entregaban en el último aliento. En ese tiempo, Sias se alimentaba con el pan de maíz, que era otra recompensa otorgada a los que encontraban diamantes. Eran tres piezas, y ellos podían comerlas cuando quisieran, es decir, en ese mismo instante, pues el hambre se mostraba en las noches heladas como el peor enemigo. Al final, cuando el resplandor se extinguió, el niño durmió en su cama de polvo, en su lecho de piedra, sin imaginar siquiera lo que había de ocurrir al día siguiente.

En ciento veintisiete años no había aparecido un diamante negro en la mina, pero ese día, después de un golpe certero, Sias encontró uno. Al principio, cuando lo arrancó de la piedra para examinarlo, creyó que sus manos se habían vuelto locas, pues la forma del objeto era distinta a todo; y su sabor le dejó el paladar perplejo, pues inclusive en este aspecto los diamantes eran singulares. Cuando llegó con el recaudador y fue su turno, el hombre abrió tanto los parpados que Sias temió que los ojos se le salieran de las cuencas. El recaudador, en cambio, profirió un tremendo grito de gozo, y las miradas de los treinta y dos y de los guardias se clavaron en él, e incluso, los propios del niño se cristalizaron porque nunca había visto un diamante lleno de oscuridad. Había escuchado las leyendas, pero vivirlas era un punto y aparte.

Hacía tanto que no aparecía un diamante negro, que casi nadie tenía conocimiento de la recompensa correspondiente por encontrar uno; uno de los que sí, un hombre espigado que rondaba por la cuarta década de sumisión y que siempre ocupaba el tercer lugar en la fila, murmuró algo con los labios muy apretados, sin embargo, Sias alcanzó a distinguirlo: «La Gran Luciérnaga». El niño se perfilaba para dar la media vuelta, pues ansiaba preguntar qué había querido decirle con esas palabras, cuando el llamado vociferante del recaudador lo hizo petrificarse. Al instante acudieron dos guardias robustos como osos; uno llevaba una bolsa de piel en la mano. Se acercaron a él, y Sias no tuvo tiempo siquiera para reaccionar. De inmediato fue privado de la escasa luz del puesto de recaudación, ya que su rostro fue cubierto por la bolsa que llevaba uno de los hombres. Y entre ambos lo levantaron, y Sias fue apartado del resto. Lo siguiente que supo de su existencia fue que se encontraba arrodillado quién sabe dónde, pero sobre una superficie rocosa, con las manos y los pies aún encadenados y la visión nulificada.

No habían pasado más de dos horas desde que lo sacaron de la mina por primera vez en su vida, y seguía con la cabeza cubierta, cuando le habló la voz más autoritaria que jamás hubiese escuchado. Un grueso y rasposo timbre escuchó mientras era sujetado de ambos brazos por seres invisibles para él en ese momento.

— Felicidades, joven —le dijo muy cerca del oído—. Hace más de un siglo que nadie lo hacía, y es la primera vez que me corresponde entregar un regalo como este. —Sias alcanzaba a distinguir el rechinido de sus dientes—. El obsequio no es solo para ti, sino para todos tus compañeros y para los miles de la mina. El rumor se correrá, andará de boca en boca naciendo de lo que les cuentes al regresar, y eso los impulsará a buscar más, a trabajar el doble para conseguir una recompensa como la tuya, para que puedan ver la majestuosidad de la Gran Luciérnaga.

Y en ese instante, con un movimiento súbito, la bolsa de cuero que lo limitaba fue retirada de su rostro. La luz entró a caudales, haciendo que sus pupilas se bañaran con facilidad y se redujeran; luego, cuando al fin se adaptaron y pudo mantener los ojos abiertos, le cayeron cascadas de lágrimas que rasguñaron sus mejillas. El primer e instantáneo sentimiento que lo abordó fue lástima, lástima generada por el tiempo que había perdido sin haber admirado un paraíso tan cercano, por haber nacido y vivir tan lejos de lo que era suyo por el simple hecho de ser humano. El segundo sentimiento que lo llenó fue odio, un odio ácido hacia los que lo habían privado de verlo. La Gran Luciérnaga nacía frente a él, asomándose por detrás de las dunas más lejanas del desierto. Y Sias era tan ajeno al mundo más allá de la roca que ni siquiera podía nombrar lo que observaba porque era la primera vez que respiraba fuera de la mina. Pero el hecho de no saber su identidad no le restó un solo gramo de belleza y melancolía a lo que contemplaba. No se lo restó al polvo café e infinito que formaba el desierto, ni al humo blanco coloreado de arrebol que flotaba en el cielo azul, el cual se aglomeraba y lo observaba todo como un dios, ni a los hilos rectos y dorados que expedía la Gran Luciérnaga, los cuales tocaban a todo lo existente. El sol tenía el color del otoño, la grandeza de la crueldad del hombre y el calor de una madre, y Sias lo confundió con un ser perfecto pues la idea de una estrella aún no pertenecía a su vulnerada mente. Sias no podía creer que su vista pudiese abarcar tanto, que la oscuridad fuese lo más llano si se le comparaba con la majestuosidad del cielo cerúleo, que existiesen tantos tonos embriagantes y que los colores fueran tan bastos como su coraje. Las alas de la Gran Luciérnaga no alcanzaban a verse, y ni siquiera su cuerpo redondo lo era, pues la luz que manaba era tal que sus ojos se sentían indignos de soportarla. Sias no paraba de llorar, y no paraba de anhelar salir corriendo por todo el lugar, de alcanzar la estrella cuya identidad desconocía y de fundirse en el horizonte. Pero no, pues sabía que ello supondría su muerte, que sus captores no le permitirían avanzar ni un metro.

— ¿Qué te parece nuestro regalo? —le preguntó al final uno de ellos, uno al que ni siquiera miró.

Y hubo un conjunto de risas, un colectivo de euforia cuando escucharon la respuesta del que aspiraba su llanto para poder articular:

— Conseguiré más. Otro de esos diamantes oscuros.

Y, por supuesto, las palabras del niño fueron interpretadas como un éxito de la opresión, como una confirmación del yugo, cuando en realidad fueron expresadas como un grito de libre albedrío, pues en aquel día, a Sias le entregaron el peor regalo que se le puede dar a un esclavo: un vistazo hacia la libertad.

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⏰ Last updated: Mar 30, 2018 ⏰

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