*Capítulo Siete: "Te odio, en verdad" (Segunda Parte)

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Años atrás, Edvino y Madeleine protagonizaron la tragedia del príncipe Hamlet. Ella había sido su Ofelia, con unos cuantos kilos de más, y él se convirtió en su amado noble enloquecido por la sed de venganza.

—Es mejor que no hablemos de ese tema —instó para no proseguir en un maleficio contra sí misma.

—¿Te hizo daño? —ser asesinado sería la alternativa más correcta para el hombre que hubiese tenido el atrevimiento de destruir el corazón de Mad.

—No tienes ni idea de cuánto... —musitó antes de ponerse de pie. Sin darle tiempo a que prosiguiera con tan incómodas preguntas, Madeleine sacudió su trasero con ambas manos y con un matiz diferente en rostro, habló—: atrápame si puedes, idiota.

Sin que Edvino tuviese tiempo de reaccionar a las claras intenciones que se elucubraban con malicia, Madeleine corrió hacia él y de un empujón, lo dejó tendido en el suelo. Al verlo desplomado, la chica comenzó a correr por todo el parque, riendo de modo descomunal y gritando con diversión, al ver como su juego era seguido. No le fue complicado atraparla detrás de un árbol y tampoco le fue difícil tirarla al suelo y comenzar a martirizarla con cosquillas.

—Déjame —gimoteó entre carcajadas. Edvino se hallaba de rodillas al lado del torso Madeleine, dándole pequeños toquecitos por todo el cuerpo, haciendo que la joven le mostrara todo lo que otros hombres desconocían.

El tiempo se detuvo para ellos, rodeándolos con un aura que ningún enemigo podría romper para dañarlos.

Edvino dejó sus manos reposar a cada lado de su cuerpo y dirigió la curiosidad de sus ojos directo a los labios de Madeleine. Ella reía sin comprender que el peligroso acercamiento de sus cuerpos estaba despertando los sentimientos que por mucho anheló. El deseo comenzaba a desbordarse de sus poros y eclipsó cuando las puntas de sus narices se rozaron.

En un acto instintivo, Madeleine le dio un derechazo en el estómago. El dolor se extendió por todo su cuerpo, y él terminó desplomándose al lado de su amiga, retorciéndose sobre la grama a causa del golpe certero, que tuvo la difícil labor de recordar que ellos debían mantener una bella amistad.

—Lo siento mucho —avergonzada y con pequeña gotas de sudor bañando su rostro, ella se sentó para comprobar que él estuviera en óptimas condiciones—, ya sabes que yo odio...

—Sí, lo sé, odias que te toquen —con dificultad, Edvino también se sentó y la miró arrepentido de sus acciones ¿Qué había estado a punto de hacer? Arruinar su amistad por una confusión no estaba en su lista de cosas por hacer. No sentía pasión, no; era el calor de volver a verla o al menos, eso se repetía para no cometer ninguna estupidez.

—Perdón —Madeleine se notaba arrepentida.

—No tiene por qué pedir perdón, yo tuve la culpa por acercarme demasiado —a veces se olvidaba del episodio traumático que la joven tuvo durante su niñez y eso lo hacía sentirse más desgraciado—. Es mejor que vayamos a comer, ¿te parece? —preguntó cambiando la tonada de su voz—. Ya deben ser las dos de la tarde —al comprobar su hora en el reloj de muñeca, Edvino se dio cuenta que había fallado en sus cálculos por quince minutos.

La joven aceptó la proposición de muy buena gana. Ella se levantó primero y le tendió una mano para ayudarlo, ya que él aún seguía adolorido por el golpe que sin querer, le propinaron. Chocando sus manos de vez en cuando, salieron del pequeño parque.

Abrumados por sus caminatas, llamaron un taxi para que los llevara al restaurante donde ellos dos solían comer luego de acabar algún trabajo importante de la universidad. Aunque el trayecto fue silencioso, lo rescatable de su confusa comunicación, fueron las sonrisas tímidas que se daban cada vez que se miraban.

Poesía VillanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora