*Capítulo Siete: "Te odio, en verdad" (Primera Parte)

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—¿Tú qué opinas, Vicchan? —El inocente cuestionamiento dicho con un hálito de voz, fue realizada a un osito de peluche que una de sus amigas: Mabel, le obsequió en un intercambio de regalos al finalizar un ciclo académico. La joven abrazaba al peluche contra su pecho, rememorando su felicidad pasada, pero de inmediato lo dejó a un lado de la cama—. Mabel —pensó recriminándose lo pésima amiga que era.

No tomarla en cuenta hasta ese día solo reflejaba su brutalidad para manejar ciertos aspectos de su vida. Todavía no la visitaba, llevaba casi una semana en Nayerú y no se había comunicado ni con ella ni con Carlos, no solo se sentía la persona más idiota del mundo, también se consideraba una muchacha que merecía ser torturada; pero rápidamente ese sentimiento de amistad se esfumó hasta convertirse en un trozo inservible de roca, ya que la tristeza, la sustituyó.

¿Cómo no desorientarse si sobre sus hombros caía un peso colosal, imposible de llevar a cuestas por la enorme pendiente que debía subir a gatas?

Contemplando la oscuridad encerrada de aquellas cuatro paredes, la joven se halló entre tersas sábanas cálidas, un tanto desordenadas y arrugadas por el movimiento inconsciente de su cuerpo. Ella se recostó de lado y lanzó un suspiro de agotamiento espiritual. Las transparentes gotas que rodaron hacia sus mejillas, ya se habían secado con el paso de los minutos; sin embargo, la presión descomunal ejercida con una maldad explícita sobre su corazón, continuaba persiguiéndola, usando la misma intensidad que produjo cuando la primera lágrima de rabia fue abandonada en su faz perfilada.

Porque la única fuerza capaz de hacer flaquear, era la rabia y el odio que comenzaba a desatarse en su interior. Aborrecía la sonrisa pícara, que desde su primer día en Nayerú se propuso hacer de su vida una miseria. El indómito sentimiento de querer tomarlo de la camisa y aventarlo por el balcón no menguó después de dormir una siesta... no se destruiría ni siquiera durmiendo una eternidad. Porque Eric había logrado anclarse en su corazón, era una espina envenenada que la atormentaría hasta conseguir doblegarla a su voluntad imperial.

—Te odio, en verdad te odio —su cuerpo reconocía la emoción insana que se propagaba en la extensión rojiza de su sangre—, y te juro que me las va a pagar muy caro por meterte con una mujer como yo —prometió por milésima vez en la madrugada. Librar una venganza perfecta contra quién en un universo paralelo podría haber sido su cuñado, le sería tan fácil como conseguir el amor de Edvino—, maldito mocoso —continuaría llamándolo de ese modo aunque solo se llevaran cinco años de diferencia.

En silencio meditó la treta que emplearía para darle un contraataque certero y que dejara sin aliento a su adversario. Tras pensarlo, ella llegó a la conclusión de que el mejor camino era arrebatarle el celular y borrar el maldito video que tenía de ella. Aunque eso era más que imposible. ¿Cómo obtener su celular? Tendría que verlo y en definitiva, Madeleine no ansiaba toparse con esos intensos ojos oscuros.

Entonces lo volvió a recordar: Eric, el bastardo que arruinaba su existencia rutinaria y sin altibajos, conocía Ifigenia. Ese vil desgraciado, ingresó a su blog y comprendía la intencionalidad de sus poemas. Aquel era otro medio perfecto para chantajearla y sacarla del ruedo. ¿Cómo evitar ese chantaje? Eliminar Ifigenia era una decisión que jamás tomaría. En ese blog se veían versados las diversas emociones que aplacaron sus vivencias durante muchos años. Acabar con Ifigenia era como arrancarse un trozo de piel.

Lograría vencer al titán, al cual se enfrentaba en una lucha encarnizada por tener la razón absoluta. Lo derrotaría y ese día cenaría sobre su cadáver.

La joven caminaba lejos de la realidad, cuando cayó al suelo por la fuerte impresión que la azotó; no obstante, el piso, gracias a providencia, no estaba muy lejano. Su celular volvió a sonar con la misma fuerza que la asustó, la diferencia es que no la volvió a tomar por sorpresa. Levantándose con dificultad, tomó el aparato de su velador y verificó quién la llamaba. La pantalla del celular mostraba el nombre de Edvino, que siendo las cinco de la mañana, se atrevía a molestarla. Le extrañó que intentara contactarse a esa hora, pero no le prestó atención a detalles mínimos y al instante contestó. Después de todo, cuando eran más jóvenes, se comunicaban a esas horas, con la confianza que cultivaron con un amor difícil de describir.

Poesía VillanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora