Capitulo uno: La menta es dulce con la luna

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El viento traía un cálido soplo, mentolado que me hacia cosquillear los sentidos, apresurando mis pequeños pasos, corriendo entre la hierba sin perder el cuidado nunca, ya que desde hace mucho venia oyendo los chirridos ululatos de las blancas lechuzas que cazaban sin piedad a los mas indefensos de la pradera, pero nada se podía hacer, y ya estaba acostumbrada a ello, aunque Alice, mi pequeña hermana, no era igual, ella sentía una enternecedora piedad por toda criatura mas grande que un ratón, inlcuso los tenebrios debían de estar ya muertos para que pudiera comerlos, muchas veces eso llevaba a algunas discusiones donde terminaba por hacerla llorar, pero siempre me pedía perdón aunque la culpa fuese mía, pero al final, siempre comia todo lo que le daba, ya que su cuerpo era débil y frágil, no podía correr mucho sin tener que detenerse a tomar un descanso, y las luces fuertes le producían una gran molestia; quizás por esa condición es que termine cuidándola luego que mamá se fue, no la odiaba por ellos, sabia que lo haría en algún momento y decía que yo haría lo mismo con mis hijos, aunque no sabia responderle ya que no los he tenido y no sé lo que se siente tenerlos.

La luna brillaba en el claro donde la menta crecía, brillaba con sus hojas al cielo, produciendo un hipnotizaste olor alrededor mío, por lo que tuve que meter una hoja entre mis dientes mientras rápidamente sacaba tantas como podía cargar en mi bolso, colgado a un lado de mi cadera, debía apurarme por lo expuesta que estaba en aquel lugar tan iluminado, tal vez fuese paranoia mia pero podía sentir esas penetrantes miradas desde las ramas, pero no podía estar segura, mi vista no daba lo suficiente para comprobar si había o no alguien ahí, pero si a lo lejos seguía escuchando los gritos de alguna desafortunada alma siendo elevada para no volver a ser vista, no quería imaginar lo que le iba a pasar o lo que le podría pasar a Alice si me ocurria eso a mí, ¿quién más la podría alimentar como es debido? Su dieta era complicada y ni Rebecca con su memoria podía saber lo que debía darle. ¡No pienses en eso, Marceline, podrás ver a Alice otra vez!; la última hoja que pude meter en el bolso, me dio la señal de que ya era hora de irse, si me apresuraba, podría llegar en una hora y media, podía tomar algún atajo, pero seria peligroso asi que oculta en la hierba era mi única opción para llegar con todas mis partes pegadas a mi cuerpo. Ni torpe, ni lenta, recorrí el camino a paso veloz, sintiendo las hojas rozar mis pies a cada paso, pisando y moliendo entre mis dedos una de cada 7 hojas en el camino, agudizando el oído a cada crujir que sentía, parando entre las plantas para descansar lo suficiente cómo para calmar mi corazón y permitirme oír a mi alrededor, sintiendo en el aire nada más que la hierba fresca de la noche. Por suerte para mí, lo que ocurre con las lechuzas, es que traen en sus plumas el olor a la muerte, un olor que te avisa del peligro, pero también son animales sumamente inteligentes, y eso muy bien lo sabía, puesto que el padre de mi hermano mayor, había caído en la confianza, y sin percatar nada, a contra viento, una lechuza cayó sobre él. Hermano no solía hablar de ello, pero un día, intoxicado por una baya, a llantos lo comento frente a mí, lo que me hizo quererlo más, ya que nunca a nadie compartía sus pensamientos de ese modo, y quizás es el motivo de mi añoro por su presencia, el querer tenerlo cuando no me sentía lo suficientemente fuerte.

Mi camino ya había sido marcado por tantos recorridos que hacía, aunque fuese algo peligroso el siempre usar el mismo camino, también era estrategia pura, ya que las lavandas y el tomillo silvestre que crecía aquí, podía ocultar mi aroma natural, cosa que también creía lograr con la menta untada en mi piel, tratando de sudar lo menos posible, calmando mi alocado corazón que corría más rápido que yo misma, entre pensamientos horribles y funestos, nublando mi camino a ratos, hasta que lograba sentir esas pequeñas flores que había puesto yo misma para marcar mi camino, y me lograban encaminar una vez más por la senda correcta a seguir.


Yo era una sombra blanquecina entre la hierba, agitada y cautelosa, saltando de planta en planta, abrazando tallos para impregnar su olor en mí, pero eso sólo podía evitar el ser detectada por mi aroma, ya que algo había ignorado en mi mente, algo que no tomé en cuenta, y es que no es la forma en que suelen cazar estas malditas aves; había cometido un error otra vez, podía sentir en mi lomo el frio por aquella parte faltante de púas, había olvidado la última vez que una garra me quiso arrebatar de la tierra, ahora sentía ese frio en mi lomo, entrando por aquel pequeño tramo calvo y rosado, pero era muy tarde ya, no estaba siquiera cerca, nada más había alcanzado a cruzar unos 45 minutos cuándo me di cuenta, de que me encontraba en un claro al descubierto, donde la erosión del pasto, había convertido unos metros de césped en nada más que un puñado de dura tierra, había olvidado el rodear el lugar, debería haber doblado en la amapola torcida, ¿¡En qué diablos estabas pensando, Marceline!?, había avanzado ya un metro y algo más, que para mí tamaño era suficiente para ser descubierta antes de poder correr, estaba cerca de la mitad del camino, con un seguro matorral a mi derecha, con la alta hierba a mis espaldas y frente a mí, un tronco caído sobre un arroyo, pero del otro lado podía cobijarme en las raíces de un viejo abeto. Me había detenido a pensar demasiado mis opciones, ahora era tarde, debía correr, debía comenzar a... ¡Era tarde!, el ululato graznido de la lechuza sobre mí, incluso a favor del viento, haciendo que sintiese el aroma putrefacto de la muerte, que intencionalmente hizo para mí, para paralizarme de miedo. Cómo un rayo de blanca luz lunar, sentí que cayó sobre mí, cortando el viento con sus sangrientas alas, ahora manchadas en escarlata adorno, marcando con irregulares formas sus plumas cómo trofeo de caza. Mi instinto era más rápido que mi corazón ahora, era una suerte total, y ahí yacía yo ahora, tomando mis rodillas con mis brazos, convirtiéndome en una semiesfera de púas, sintiendo al ave pasar de largo, sólo jugando conmigo.

Las espinas del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora