Después de haberse repuesto algo, cogió la llave, cerró la puerta y subió a su cuarto para dominar su agitación, sin que lo lograse, pues era extraordinaria.

Habiendo notado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la enjugó dos o tres veces, pero la sangre no desaparecía. En vano la lavó y hasta la frotó con arenilla y asperón, pues continuaron las manchas sin que hubiera medio de hacerlas desaparecer, porque cuando lograba quitarlas de un lado, aparecían en el otro.

Barba Azul regresó de su viaje la noche de aquel mismo día y dijo que en el camino había recibido cartas noticiándole que había terminado favorablemente para él el asunto que le había obligado a ausentarse. La esposa hizo cuanto pudo para que creyese que su inesperada vuelta la había llenado de alegría.

Al día siguiente le dio las llaves y se las entregó tan temblorosa, que en el acto adivinó todo lo ocurrido.

—¿Por qué no está con las otras la llavecita del gabinete?, le preguntó.

—Probablemente la habré dejado sobre mi mesa, contestó.

—Dámela enseguida, añadió Barba Azul.

Después de varias dilaciones, forzoso fue entregar la llave. Mirola Barba Azul y dijo a su mujer:

—¿A qué se debe que haya sangre en esta llave?

—Lo ignoro, contestó más pálida que la muerte.

—¿No lo sabes?, replicó Barba Azul; yo lo sé. Has querido penetrar en el gabinete. Pues bien, entrarás en él e irás a ocupar tu puesto entre las mujeres que allí has visto.

Al oír estas palabras arrojose llorando a los pies de su esposo y pidiole perdón con todas las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por haberle desobedecido. Hubiera conmovido a una roca, tanta era su aflicción y belleza, pero Barba Azul tenía el corazón más duro que el granito.

—Es necesario que mueras, le dijo, y morirás en el acto.

—Puesto que es forzoso, murmuró mirándole con los ojos anegados en llanto, concédeme algún tiempo para rezar.

— Te concedo diez minutos, replicó Barba Azul, pero ni un segundo más.

En cuanto estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:

—Anita de mi corazón; sube a lo alto de la torre y mira si vienen mis hermanos. Me han prometido que hoy vendrían a verme, y si les ves hazles seña de que apresuren el paso.

Subió Anita a lo alto de la torre y la mísera le preguntaba a cada instante.

—Anita, hermana mía, ¿ves algo?

Y Anita contestaba:

—Sólo veo el sol que centellea y la hierba que verdea.

Barba Azul tenía una enorme cuchilla en la mano y gritaba con toda la fuerza de sus pulmones a su mujer:

—Baja enseguida o subo yo.

—¡Un instante, por piedad!, le contestaba su esposa; y luego decía en voz baja-: Anita, hermana mía, ¿ves algo?

Su hermana respondía:

—Sólo veo el sol que centellea y la hierba que verdea.

—Baja pronto, bramaba Barba Azul, o subo yo.

—Bajo, contestó la infeliz; y luego preguntó-, Anita, hermana mía, ¿viene alguien?

—Sí, veo una gran polvareda que hacia aquí avanza...

—¿Son mis hermanos?

—¡Ay!, no, hermana mía; es un rebaño de carneros.

—¿Bajas o no bajas? , vociferaba Barba Azul.

Cuentos ClásicosWhere stories live. Discover now