¿Qué pasó con Ezra? - Parte 4

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Respeté la decisión que él tomó en la habitación.

Sé que no dijo nada, pero yo lo entendí.

Pasaron los tres días y me fui a casa. Taylor me contó que se llevaron a Ezra un mes y medio después de su hospitalización. Ella iba a verlo todos los días, mientras que yo solo iba una o dos veces por semanas durante la noche cuando él dormía y no podía saber que estaba allí.

Lo extrañé mucho más que cuando pensé que solo había decidido no llegar al aeropuerto, porque sabía en donde estaba y cómo estaba y no podía hacer nada al respecto.

Taylor y yo comenzamos a hablar más. Ella conducía unas dos horas para poder ir a visitarlo a casa de sus padres. Luego me contaba que solo iba y se sentaba en su habitación porque él no hablaba ni nada. Según, se quedaba mirando el vacío y ya. Ella lloraba mientras me lo contaba, y yo me tragaba el nudo en la garganta. Ambos sabíamos que Ezra era un chico expresivo y gracioso, pero también que ya no quedaba nada de esa persona.

No me fui a Londres. Es decir, no podía. Además de que mi hombro tenía que recuperarse, no estaba emocionalmente preparado para patinar. Tim lo entendió, pero me dijo que los patinadores perdían su momento. No me importó perder el mío. Necesité todo ese tiempo para sanar.

Una tarde, Taylor me encontró en el patio.

—¿Reflexionando? —preguntó, divertida.

Yo estaba sentado sobre el pasto, fumando un cigarrillo.

—Mis pulmones reflexionan —respondí.

Ella se sentó a mi lado. Volvía a verse tranquila y centrada como siempre había sido.

—¿Recuerdas cuando eras pequeño y papá te dio en navidad ese equipo de beisbol con uniforme y todo? —mencionó. Yo asentí, sonriendo—. Pusiste una cara muy seria y nos miraste a todos. Mamá estaba grabando, y entonces dijiste: no son patines. Y la cara de papá fue como... —Taylor formó una "o" con la boca—. Mamá quedó confundida y se hizo un largo silencio. Así que yo salté y dije: sí, papá, esos no son patines. Y papá dijo: lo siento, Milo, olvidé que querías eso. Entonces al día siguiente te regaló tus primeros patines y tu fuiste y le dijiste: pero los fines de semana podemos usar el equipo de beisbol.

—Me acuerdo —admití.

—Usaste el equipo de beisbol aunque no querías, solo porque sabías que papá se sintió mal —prosiguió Taylor—. Y yo pensé: wow, yo jamás jugaría con algo que no me gusta. Esa es la diferencia entre tú y yo, Milo. Cuando quieres a alguien eres empático. Yo solo me enojo, soy capaz de dejar morir a cualquiera y...

—Que no seas como yo no significa que eres una mala persona —le interrumpí, ceñudo. No entendía por qué me decía todo eso, pero estaba equivocada—. ¿Sabes por qué lo sé? Porque tienes todas las razones para odiarme e ir a contarle a todos lo que hice, hacer que mamá y papá me odien, y aun así no lo has hecho. Además, a él no lo dejaste morir.

Taylor negó con la cabeza.

—Sí, pero yo no fui la que arriesgó su vida, entró a la casa de unos psicópatas y recibió una puñalada para salvarlo. La diferencia es grande.

Le di una última calada al cigarrillo y lo apagué contra la hierba. Después suspiré e hice lo que tenía que haber hecho hace mucho tiempo: pedir disculpas.

—Lo lamento tanto, Taylor. No tienes idea de cuánto. Nunca quise herirte, y ante cualquier persona tú siempre tuviste que estar primero.

Ella sonrió y me miró. Fue una sonrisa genuina. No había ni una chispa de resentimiento en sus ojos.

—Tú solo no pudiste evitar enamorarte de él —me dijo—, y lo entiendo. Créeme que lo entiendo.

Nos quedamos en silencio durante unos minutos. Miramos la piscina y cómo el agua se mantenía pacífica. Así estábamos nosotros ahora: en paz.

—Me ofrecieron un empleo muy bueno a cinco horas de aquí —rompió el silencio—. Me mudaré en una semana y ya no tendré tiempo de ver a Ezra. Aunque no habla, creo que necesita que alguien lo acompañe.

Se levantó para irse, pero me apresuré a hacer una pregunta que me tenía intrigado desde hacía mucho tiempo ya.

—Taylor —le llamé. Ella se detuvo y volteó a verme—. ¿Cómo supiste que Ezra y yo nos íbamos a Francia?

—Él me lo dijo.

Después me quedó bastante claro lo que tenía que hacer. Conduje las horas necesarias. Cuando llegué, la mamá de Ezra me recibió con mucha amabilidad y me indicó cuál era su habitación.

Verás, mi vida está separada en dos momentos: antes de abrir esa puerta y después de abrirla. La persona que era antes, ya no existe. La persona que fui después es la única que deseo seguir siendo. No me arrepiento de lo que pasó, pero me hubiese gustado que sucediera en otro orden. Me habría gustado no lastimar a mi hermana y no ocultar lo mejor que me estaba sucediendo en la vida.

Dicen que uno no elige de quién se enamora, pero podemos decidir si aceptaremos que ese amor nos consuma o no.

Yo lo acepté.

Tuvo sus consecuencias. No fue todo un cuento. Hubo inconvenientes. Pero valió la pena.

Al abrir la puerta Ezra estaba sentado en la cama. Me daba la espalda y miraba hacia la ventana. No llevaba camisa y por eso alcancé a ver todas las cicatrices que recorrían su torso. Algunas eran quemaduras y otras, cortadas. Algunas seguían sanando y las más pequeñas ya habían creado nueva piel.

Fue doloroso verlo. Fue como un recordatorio de la realidad. Él había cambiado porque lo habían hecho cambiar. Y eso era lo de menos. El desafío era conocer a esa persona. A ese Ezra que no hablaba, que se pasaba el día mirando el vacío, que solo comía si le llevaban la comida a la boca, que no dormía bien durante las noches.

El reto era estar ahí a pesar de eso.

Avancé, rodeé la cama y me senté a su lado. El día estaba luminoso y bonito. Me mantuve en silencio durante unos minutos. Él no se movió ante mi presencia, continuó rígido, como un cuerpo al que le habían desconectado el cerebro.

Entonces lo miré. Giré la cabeza y contemplé su rostro. Los moretones eran más tenues pero todavía había restos violetas y verdosos. Tenía una cortada sobre el labio, más cicatrices en el pecho y en el abdomen, las uñas arrancadas y en sus orejas había piel quemada.

Y lo amé porque esa era su caída. Ahora yo estaba dispuesto a levantarlo.

—Dicen que hay un restaurante en el que puedes comer toda la comida chatarra que quieras hasta que te dé un infarto —le dije—. Hay que ir, ¿verdad? A ver cuántos infartos nos dan.

Ahora imagina que él también giró la cabeza, y por primera vez en mucho tiempo, reaccionó. Imagina que ambos nos miramos y descubrimos que la necesidad ya no era ocultar lo que sentíamos, sino volver a sentir. Luego nos quedamos en silencio y miramos esa tranquila tarde, uno junto al otro. Heridos pero vivos. Enamorados pero asustados. Jóvenes pero arriesgados.

Imagínalo porque así pasó. 

No puedo evitar enamorarme de tiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora