Prólogo

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 Verano de 1852, Inglaterra

Lady Albymore nunca había sido propensa a regañar a su hija cada vez que hacía o decía algo impropio de una señorita.  También se sabía que no era una de las mujeres preferidas por la alta sociedad londinense y mucho menos por toda la élite de damas que dedicaban  su vida entera a preparar a sus hijas debutantes para convertirse en las mejores esposas del país. La vizcondesa no iba a educar a la suya para ser el florero de nadie, así lo había dicho y de la misma forma lo demostraba todos los días.

El vizconde de Albymore había muerto cuando la pequeña Celia tenía apenas nueve años, pero su espíritu aventurero y la pasión por la naturaleza que el hombre siempre había manifestado permanecieron en Down Hall todos los veranos que pasaban allí junto a  los duques de Wiltishire, buenos amigos desde que los dos cabezas de familia se conocieran en Oxford. Aún después de haber fallecido el vizconde, el resto seguía viviendo los días calurosos en aquella casa que tan buenos recuerdos les traía.

Celia había heredado una gran curiosidad por los insectos, y su pasatiempo favorito era cazar mariposas mientras su madre y lady Wiltishire tomaban el té al lado de un enorme árbol, que a su padre le había encantado para tumbarse entre sus enormes raíces y leer uno de los libros que la extensa biblioteca de Down Hall ofrecía.

Aquella mañana de julio había amanecido sin ninguna amenaza de nubes ni otra tormenta de verano que ponían tan triste a la jovencita Celia. Había podido disfrutar de los rayos de sol nada más levantarse de la cama, y sin ni siquiera vestirse había bajado corriendo las escaleras para coger su red y salir a correr hacia los verdes prados de la finca que se extendían más allá de lo que sus pequeños ojos podían ver.

Por el camino se encontró el jardinero al que ni siquiera le prestó más atención que la de un breve saludo con la mano sin detener sus piernecitas. Por el rabillo del ojo le pareció ver a su madre y a su vieja amiga caminando tranquilamente por los senderos del exótico jardín; las dos se sobresaltaron cuando vieron a la criatura pasar por delante de ellas con tanta presteza.

—A ver cuántas nos trae hoy. —dijo lady Albymore.

Su sonrisa hizo que los lirios se iluminaran un poco más.

—No deberías dejar que saliera así. —sugirió la duquesa Wiltishire sin ningún tipo de reprimenda. —Comienza a ser lo suficiente mayor ¿no crees?

La pareja de señoras seguía caminando con calma observando las flores; sin embargo, una de ellas se ensimismó más que la otra. ¿Su hija demasiado mayor para algo? Imposible. Era una niña, solo tenía once años.

—Ya sabes lo incómodos que son los vestidos para correr. —dijo, evadiendo la insinuación.

—Claro. —admitió su amiga—. Pero no creo que sea bueno que se acostumbren a estas cosas. Deberían comenzar a saber que no es adecuado que se vean con tan poca ropa. ¡El verano pasado los dos se bañaron prácticamente desnudos en el lago!

Eso era verdad en cierto modo. Había sido un día muy seco y el hijo de la duquesa y la suya habían decidido hacer una carrera. Cuando las dos mujeres llegaron estaban dentro del agua con tan solo la ropa interior.

A la vizcondesa le había parecido de lo más gracioso y divertido, mientras que a la duquesa le había resultado de lo más incómodo y totalmente inadecuado.

—Oh, por favor. —dijo lady Albymore. —Sandeces. No conocen otra clase de afecto que el de la amistad. No los conviertas en adultos, aún no.

—Por supuesto. —murmuró.

Tanto una como la otra sabían que no lo decía convencida. Incluso la vizcondesa sabía que tenía razón. Empezaban a crecer, deberían comenzar a marcarles una serie de diferencias, enseñarles que un hombre y una mujer no se comportaban de la misma forma. Pero ninguna quería hacerlo.

Besando a un desconocido Donde viven las historias. Descúbrelo ahora