Prólogo (Parte II)

6 0 0
                                    

[...]

Sintiolo por indescriptible estímulo que viajó a través de su espinazo en forma de escalofrío, que sacudió su cuerpo de cabeza a pies.

Alzó el marino Buey los ojos hacia lontananza, cual llamado por una muda y misteriosa voz que aclamáralo por su nombre, y contempló el siniestro suceso con estupor mortecino.

Difícil de imaginarlo será para quienes jamás hayan sido testigos del comienzo de una tormenta en alta mar; pero en aquella ocasión, el cataclismo llegó tal y como habría de hacerlo en una pesadilla.

Corría entre los marinos el rumor de que existía en los mares de todo el mundo, una criatura, ente divino a la que conocían por el nombre de Mepolmena. Considerábase a la venerada deidad, representada por el mundo de la marinería, a veces demasiado lejos del calor del hogar y de sus familias, cosa la cual empujábalos a tibios delirios y ocios en sus largas travesías; en forma de hermosa fémina y dominadora de los cálidos vientos que arrastraban consigo las tormentas. Teníasela también por astuta y traicionera dama celestial, que gozaba de ver a los hombres enzarzarse en sangrientas batallas, acuchillarse y cañonearse, subidos sobre inestables cascarones de nuez que de desmoronarse arrojaban al mar a sus infelices tripulantes. Ideábase a la bella Mepolmena con una balanza en las manos y sobre los platos de esta, mágico delirio era el poder contemplar a las enemigas flotas que enfrentábanse, moviéndose arriba y abajo, según los pareceres y caprichos de la diosa. Hasta que finalmente, aburrida de asistir al espectáculo de hombres asesinarse en disputas sólo por ellos apreciadas, jugándose honor, dignidad y vida; soltaba la picante Mepolmena alguna argucia para agilizar la disolución del conflicto, tal y como aquella.

Era suficiente el oleaje para acompañar al ligero mecer de los navíos en su alienado cabeceo, entre andanada y andanada, balanceándolos de un lado a otro con insistencia, pero sin mayores peligros que el de recibir la metralla o ver de cerca el agua. Entonces llegaron los vientos predecesores de la tormenta y dígase, que avanzando como un espectro sobre el mar, invisible, pero a su vez posible de intuir, formaba un muro, mole que prestamente cerníase sobre tierra y sobre la lid.

Golpeó el viento a todo cuanto a su alcance encontrara. El velamen de los navíos inflose de súbito. Las banderas cambiaron su sentido violentamente. Por entre mástiles y balaustres el viento sopló con fuerza, emitiendo temibles silbidos que uníanse al infernal coro del combate. Impactó con fuerza la ventisca sobre tierra, y trajo consigo el poniente la demencia de sus terribles cuarenta nudos.

Prodigio de la naturaleza era ver de las plantas que crecían a lo alto de la falda del risco, que hacía sus veces de cabo, cómo la vegetación no alcanzaba más de unos palmos de altura; pues de haber sido altos árboles y no enanos arbustos, la ventolera los habría arrancado de cuajo tiempo ha. Todo, incluido faro, cabo y expectadores, estremeciose al paso de los vientos de poniente. La mar se picó, tornándose el suave oleaje en escarpadas laderas de agua que desprendíanse sobre las cubiertas de los barcos y los zarandeaban siniestramente.

Los malheridos buques grafios, gimieron de dolor ante las sacudidas del agua y los más debilitados, en esto sin distinción de banderas, estallaron en astillas y maderos, resquebrajándose los agujereados cascos y partiéndose por las zonas más frágiles.

Los navíos de menor envergadura, veíanse sobrepasados una y otra vez, por el agua que barría sus cubiertas. Y en mitad de aquel desasosiego, comunión de la naturaleza marítima y la humana, tan ligadas la una a la otra, pero a su vez tan diferentes y peligrosas entrambas; un grave zumbido, temblor sólido y cónico, como el del entonar de las trompetas del Juicio Final, arribaron a los oídos de los curiosos desde lontananza, impulsados por los fuertes vientos de la próxima tormenta.

Episodio I: La Noche de San Ermudio. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora