Capítulo 23: Un dulce hogar. (2/2)

En başından başla
                                    

Pasamos largo rato paseando entre la gente, como chicos normales, como si el frío y el hambre que pasamos jamás hubiese existido, como si las lágrimas, los gritos, los llantos nos fueran ajenos. Por ese día, fuimos personas tranquilas, y sin preocupaciones.

Hasta que volvimos a la casa.

Cuando regresamos ya era tarde, pasaban de las seis, y la mesa estaba comenzando a ordenarse, los empleados pasaban de un lado a otro, arreglando esto o aquello, parecía la mesa de un rey, con cubiertos preciosos, con utensilios que en mi vida había visto, todo era hermoso, y elegante.

—¿Cuánta gente va a venir? —pregunté a Diego cuando pasamos por ahí.

—No me sorprendería si mamá invita a más gente de la que prometió—comentó.

—¿Pero cuanta más? —inquirí nerviosa, y al mismo tiempo satisfecha de haber insistido en comprar un vestido.

Diego se encogió de hombros.

—De mamá se puede esperar lo que sea—sonrió, y me miró—pero no te preocupes, yo estaré a tu lado, y no tendrás que platicar con nadie si no quieres. Además esa gente, los amigos de papá, son más mal educadas de lo que te puedes imaginar, algunos ni se molestan en disimular que están solo por compromiso, o por caer bien a papá.

—Bueno, —asentí, ahora más calmada.

Tardé una hora en alistarme, y casi media más mirándome al espejo, siempre insatisfecha. No entendía cómo iba a superar las próximos horas frente a tantos desconocidos, todos importantes, todos gente tan bien posicionada. ¿Qué era yo en comparación con ellos? Solo era una muchachita de rostro insipiente que escribía, era lo único que hacia bien en la vida, y aquello era discutible.

Diego y Alejandro aunque no estaban lo más felices del mundo por los invitados extra sabían cómo manejarlo, sabían que expresión poner y cómo actuar, lo noté desde que pisamos esa casa, el tono les cambiaba, la forma de hablar era distinta, dejaban de lado la jerga, la vestimenta se tornaba formal. Eran ellos, pero en versiones diferentes. El magnetismo de la casa comenzaba a cambiarlos. En la seguridad de sus habitaciones eran ellos, frente a sus padres eran otros.

Cuando me di cuenta de que mirándome al espejo no haría que me viera mejor, suspiré y me decidí a salir. No me veía deslumbrante, me veía guapa, y con eso me bastaba. Diego estaba al final del pasillo, en la sima de las escaleras, y yo me encontré con él. Le tomé la mano y juntos caminamos hacia el comedor, en donde trascurriría la primera parte de la velada.

—Te ves bonita—comentó, y se acercó a besarme la mejilla—no sé porque tienes miedo. Les vas a caer bien.

—¿Tú crees? —pregunté, no pudiendo evitar el ardor en mis mejillas. Diego siempre pensaba lo mejor de mí.

—Aja—comentó.

Cuando terminamos de bajar la escalera le apreté la mano, pero sólo para darme valor, él me miró y sonrió en respuesta.

—Todo va a estar bien—dijo, pero el segundo siguiente el semblante le cambió. Habíamos llegado a la amplia sala en la que se encontraba la mesa, casi en el centro, grandes ventanales se encontraban en una sección de pared que daban a un enorme jardín iluminado. Y aunque era precioso, y todo estaba listo no seguimos avanzando, Diego se detuvo, tragó con fuerza y me llevó de vuelta con él.

En el segundo que divisé la mesa, de inmediato clavé la mirada a la persona sentada a la cabeza, ahí estaba el señor Javier Alejandro, diputado por el estado de Puebla, y lucia tan severo como me lo habían descrito, y tuve suerte de verlo bien, porque después de ese día jamás lo volví a ver en persona. Tenía una firme mirada de ojos claros, de color café, el ceño fruncido, como si lo hubiese mantenido así por mucho tiempo y ahora le fuera difícil borrarlo, su cabello era café claro, o castaño, no le presté suficiente atención a eso, solo a su rostro y me daba la impresión de que se parecía a Diego, no sabía definir si era eso o yo quería encontrarle cierto parecido, en lo único que diferían era en el tono de piel, aquel hombre era blanco, casi pálido, pero aquello no hacía que se pareciera a Alejandro, en realidad, ni por equivocación parecía éste su primogénito, aquel que llevaba el mismo nombre. No había forma de disimular que aquel era un niño implantado, era un contraste chocante. Pensar que en algún momento intentaron decirle que se parecía a cierto pariente lejano me causaba hasta gracia.

Sueños de tinta y papelHikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin