Las manos se movían como pajarillos asustados. Los dedos no encontraban un sitio seguro para posarse y entre las curvas y los pliegues no germinaba el placer. Caecus lo entendió con ese primer suspiro nervioso.
—Eres ciego.
Weid sollozó, su terrible secreto al fin descubierto. En ese mundo de pieles desnudas y cuerpos rotundos, de susurros y oscuridades, él tenía los ojos llenos de vacío. Veía los cuerpos, la luz que se regodeaba en las redondeces de cada ser y se avergonzaba de sus propias carnes. Era ciego del alma, sus dedos se mordían el ansia de tocar y sus besos sabían a certezas moribundas.
—No hay nada de qué avergonzarse, —sonrió Caecus.
Los dedos de Caecus le cerraron los párpados. Los labios tejieron besos y una risa le hizo vibrar el vientre blando.
—Yo también fui ciego, —le contó Caecus—. Un día cerré los ojos y pude ver.