VI

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El arbitraje.

La antevíspera de Navidad, en la mansión de Vincennes, transformada para la ocasión en palacio de justicia, se hallaban reunidos pares, señores y legistas esperando al rey.
Por la mañana había llegado una delegación de barones del Artois, al frente de la cual estaban Gerardo Kiérez y Juan de Fiennes, así como los inseparables Souastres y Caumont. Parecía qUe todo estaba arreglado. Los enviados del rey habían hecho un buen trabajo, multiplicando sus diligencias entre los adversarios; el conde de Poitiers había inspirado prudentes soluciones y había aconsejado a su suegra ceder en varios puntos para llevar la paz a sus Estados.
Obedeciendo a las instrucciones del rey, a decir verdad bastante vagas, pero generosas en su intención: «No quiero que se derrame más sangre; no quiero que se retenga injustamente a más gente en los calabozos; quiero que se devuelva a cada uno lo que le pertenece, y que la cordialidad y amistad reinen en todas partes»... el canciller Esteban Mornay había redactado una larga sentencia de la que el Turbulento, en cuanto se la presentaron, se sintió infinitamente orgulloso, como si él personalmente hubiera sido el redactor de todos sus artículos.
Al mismo tiempo, Luis X mandaba poner en libertad a Raúl de Presles y a otros seis consejeros de su padre, quienes se pudrían en prisión desde el mes de abril. Esa política bondadosa lo había llevado, a pesar de la oposición de Carlos de Valois, a perdonar a la mujer y al hijo de Enguerrando de Marigny, ambos encarcelados hasta entonces.
Tal cambio de actitud sorprendía a la corte. El mismo rey fue a recibir a Luis de Marigny, lo abrazó en presencia de la reina y de varios dignatarios, y le dijo:
-Ahijado mío, el pasado está olvidado.
El Turbulento empleaba ahora esta fórmula a cada paso, como si quisiera persuadirse y persuadir a los demás de que había empezado una nueva fase de su reinado.
Aquella mañana se sentía particularmente en paz con su conciencia mientras le colocaban su corona y ponían sobre sus hombros el gran manto ornado de flores de lis.
Mateo de Trye le entregó la mano de la justicia, de oro y con dos dedos levantados.
-¡Cómo pesa! -dijo Luis-; la encontré más ligera el día de la coronación.
-Sire, ¿queréis recibir primero a maese Martín, que acaba de llegar de París, o lo veréis después del consejo? -preguntó el gran chambelán.
-¿Ha llegado maese Martín? -exclamó Luis-. Quiero verlo aquí. Que me dejen a solas con él. El personaje que entró era un hombre de unos cincuenta años, de bastante corpulencia, tez
muy morena y ojos soñadores. Aunque vestía de manera muy sencilla, casi como un monje, en su porte, en sus gestos untuosos y seguros a la vez, en su forma de recoger el manto en el brazo, y de inclinarse al saludar había algo de oriental. Maese Martín había viajado mucho en su juventud, había llegado hasta Chipre, Constantinopla y Alejandría. No se tenía la absoluta certeza de que hubiera llevado siempre el nombre de Martín con el que se le conocía.
-¿Habéis aclarado la cuestión que os encargué? -le preguntó de golpe el Turbulento.
-Lo he hecho, sire, muy honrado de haber sido consultado por vos.
-Entonces decidme la verdad, aunque sea mala; no temo escucharla.
Un astrólogo como maese Martín sabía qué pensar de tal preámbulo, sobre todo viniendo de un rey. -Sire -respondió-, nuestra ciencia no es absoluta, y si bien los astros no mienten nunca,
nuestro entendimiento puede equivocarse al observarlos. De todos modos, no encuentro fundamento para vuestra inquietud, y nada parece impedir que tengáis descendencia. El cielo de vuestro nacimiento os es más bien favorable en este punto, y en él los astros están dispuestos en buena forma para la paternidad. En efecto, Júpiter está en la punta de Cáncer, lo que es signo de fecundidad y, además ese Júpiter de vuestro nacimiento forma un triángulo amistoso con la Luna y el planeta Mercurio. No debéis, pues, renunciar a la esperanza de engendrar. Por el contrario, la oposición que la Luna hace a Marte no indica para el hijo que tendréis una vida exenta de dificultades, y será necesario rodearlo desde sus primeros días de grandes cuidados y fieles servidores.
Maese Martín había ganado gran notoriedad al anunciar con mucho tiempo de adelanto, aunque con palabras encubiertas, la muerte del rey Felipe el Hermoso, que había de coincidir con el eclipse de noviembre de 1314. Había escrito: «Un poderoso monarca de occidente...» guardándose muy bien de precisar. Luis X tenía desde entonces en grande estima a maese Martín.
-Vuestra información me es preciosa, maese Martín, y vuestras palabras me confortan. ¿Habéis podido discernir el momento más favorable para concebir los herederos que deseo?
Maese Martín hablaba lentamente para tener tiempo de encontrar para sus respuestas el giro más adecuado.
-Hablemos solamente del primero, sire, ya que sobre los otros no podría responderos con bastante seguridad... Me falta la hora del nacimiento de la reina, que ella no sabe y que nadie me ha podido dar; pero no creo cometer un gran error si os digo que antes de la entrada del sol en Sagitario os nacerá un hijo, lo que sitúa el tiempo de la concepción a mediados de febrero aproximadamente.
-Conviene, pues, apresurarme a hacer la peregrinación de San Juan de Amiens, que tanto desea la reina. ¿Y cuándo creéis, maese Martín, que debo reemprender la guerra contra los flamencos?
-Creo que en esto, sire, debéis seguir la inspiración de vuestra sabiduría. ¿Habéis elegido fecha? -Espero reunir el ejército antes del próximo agosto.
La soñadora mirada de maese Martín permaneció un instante clavada sobre el rey, su corona y la mano de justicia, que parecía molestarlo y que llevaba al hombro como un jardinero lleva la azada. -«Para llegar al mes de agosto habrá que pasar junio... » -murmuró el astrólogo. Luego, más
alto: -Para el próximo agosto, sire, puede que los flamencos hayan dejado de inquietaros.
-¡Lo creo firmemente! -exclamó el Turbulento-. Con el gran miedo que les inspiré el verano pasado se someterán sin presentar batalla, antes de la estación de las cabalgadas.
Causa extraña impresión ver a un hombre, con casi la seguridad de que antes de seis meses habrá muerto, y oírle hacer inútiles proyectos para un porvenir que probablemente no verá. «Si llega a noviembre... » se decía Martín. Porque aparte del temible paso de junio, el astrólogo había descubierto un segundo aspecto funesto, una maligna dirección de Saturno a los veintisiete años y cuarenta y cuatro días del nacimiento del rey. «Dos conjunciones fatales con seis meses de intervalo, si verdaderamente engendra, la segunda coincidirá con el nacimiento del niño... De todas formas, estas cosas no se pueden decir.»
Sin embargo, antes de partir con la bolsa que el rey acababa de entregarle, maese Martín se creyó obligado a añadir:
-Sire, una palabra más para la salvaguardia de vuestra salud. Cuidaos del veneno, sobre todo al declinar la primavera.
-Entonces, ¿debo abstenerme de comer hongos? Me gustan mucho; pero a veces me han causado desarreglos intestinales. Luego, preocupado de repente:
-¡Veneno! ... ¿Queréis decir... mordedura de víbora?
-No, sire, me refiero a los alimentos.
-Está bien, gracias, maese Martín.
Inmediatamente, mientras se dirigía a la Cámara de Justicia, Luis ordenó a su chambelán que redoblaran la vigilancia en las cocinas, que se surtiera solamente de comestibles de segura procedencia, y que hiciera probar todos los platos dos veces en lugar de una, antes de servírselos. Luego entró en la gran sala, todos se levantaron y se mantuvieron en pie hasta que se instaló bajo el dosel. Sentado en el trono, con los faldones de su manto recogidos sobre las rodillas y la mano de
justicia un poco inclinada sobre el pliegue del brazo, Luis se sentía en aquel instante parecido al Señor del Cielo de las vidrieras de las iglesias. A derecha e izquierda sus barones, bellamente vestidos, inclinaban devotamente la cabeza. A pesar de todo, había momentos de satisfacción en el oficio de rey, y Luis alargaba su placer.
«He aquí, pensaba, que voy a dictar sentencia y todo el mundo se conformará, y así se restablecerá la paz y la buena armonía entre mis súbditos.»
Ante él estaban las dos partes que habían dado lugar al arbitraje. Por un lado, la condesa Mahaut, cuya cabeza y corona descollaban de entre los consejeros apiñados en torno a ella. Por otro, la delegación de los «aliados» del Artois. Había en ellos cierta falta de uniformidad en su manera de presentarse; pues, aunque llevaban sus mejores vestidos, no eran todos de última moda. Estos pequeños señores tenían un aire provinciano. Souastre y Caumont se habían presentado como para ir de torneo, y se sentían un poco embarazados con sus yelmos que sostenían con la mano ante el pecho. Los grandes barones designados para acompañar al rey habían sido elegidos prudentemente
por partes iguales entre los partidarios de ambos bandos. Carlos de Valois y su hijo Felipe, Carlos de la Marche, Luis de Clermont, Berardo Mercoeur, y sobre todo Roberto de Artois, eran partidarios de los aliados. Se sabía que, por otra parte, Felipe de Poitiers, Luis de Evreux, Enrique de Sully, los condes de Bolougne, de Savoya, de Ferez, y messire Miles de Noyers apoyaban a Mahaut. -In nomine patris et filii...
Los asistentes se miraron, sorprendidos. Era la primera vez que el rey abría su consejo con una plegaria y solicitaba para sus decisiones las luces divinas.
-Nos lo han cambiado -susurró Roberto de Artois a Felipe de Valois-. Miradlo, parece un obispo en el púlpito.
-Mis queridos hermanos, mis muy queridos tíos, mis buenos primos, y mis bien amados vasallos, tenemos el gran deseo, y el deber, por mandato de Dios, de mantener la paz en nuestro reino y condenar la división entre nuestros súbditos...
Luis, que frecuentemente tartamudeaba en público, se expresaba ahora con palabra lenta pero clara; verdaderamente se sentía inspirado, y al escucharlo aquel día, cabía preguntarse si su verdadero destino no hubiera sido el de un buen cura de aldea.
Se volvió primero hacia la condesa Mahaut, y le rogó que siguiera sus consejos. Mahaut respondió:
-Sire, nada deseo tanto como la concordia y ansío poder complaceros en todo. El rey se volvió luego hacia los aliados y les hizo la misma recomendación.
-Sire -respondió Gerardo Kiérez-, no queremos más que el apaciguamiento y mostrarnos vuestros fieles vasallos.
Luis miró a sus tíos, hermanos y primos como si les dijera: «Ved lo bien que he sabido arreglar las cosas.»
Luego se sentó la asamblea, y el canciller Esteban de Mornay leyó la sentencia de arbitraje que empezaba con una declaración de intenciones.
El pasado, según la fórmula tan apreciada por el rey, estaba olvidado. Odios, ofensas y rencores quedaban perdonados por una y otra parte. La condesa Mahaut reconocía sus obligaciones para con sus súbditos, se comprometía a mantener la paz en el Artois, a no tomar represalias con los aliados, ni buscar ocasión de causarles daño o molestias; aceptaría, como había hecho el rey, las costumbres en uso en tiempos de San Luis y que se probaran ante ella por gente digna de crédito, caballeros, clérigos, burgueses, abogados...
Luis apenas escuchaba. Después de dictar la primera frase, le parecía haber hecho todo. El detalle de las disposiciones jurídicas, cuya redacción había dejado a Mornay, nada le interesaba. Su pensamiento volaba por otro lado. Contando con los dedos, pensaba: «Febrero, marzo, abril, mayo..., entonces el heredero me nacerá hacia noviembre...»
-«Si hay alguna queja contra la condesa -leía Esteban de Mornay-, el rey hará examinar por los investigadores si la queja es fundada y, en este caso, si la condesa se niega a acatar la justicia, el rey la obligará. La condesa, por otra parte, deberá, en las multas que reclame, declarar el monto para cada delito. La condesa habrá de entregar a los señores las tierras que retiene sin sentencia a su favor... » Mahaut comenzó a agitarse, pero los cuatro hermanos Hirson, el canciller, el tesorero, el
administrador, y el baile que estaban a su lado la calmaron.
-¡No se habló de esto en la entrevista de Compiégne! -decía Mahaut.
-Es preferible perder un poco que perderlo todo -le susurró Denis.
El recuerdo del paseito que hubo de hacer encadenado el día de la muerte del sargento Cornillot, lo inclinaba al compromiso.
Mahaut se arremangó y siguió escuchando, conteniendo su cólera.
La lectura duraba ya casi un cuarto de hora, cuando un estremecimiento de interés recorrió la sala; Mornay abordaba el tema de Thierry de Hirson. Todas las miradas se dirigieron hacia el canciller de Mahaut y sus hermanos.
-En lo que respecta a maese Thierry de Hirson, que los aliados reclaman que sea juzgado, el rey decide que se lleven las acusaciones ante el obispo de Thérouanne, del que depende maese Thierry; sin embargo, no podrá presentar su defensa en el Artois, porque el antedicho maese Thierry es muy odiado en el país. Sus hermanos, hermanas y sobrinos no podrán volver tampoco al Artois mientras no sea fallado el juicio por el obispo de Thérouanne y confirmado por el rey...»
A partir de este momento los Hirson abandonaron la actitud conciliadora que habían observado hasta entonces.
-¡Fijaos en vuestro sobrino! ¡Observad su triunfo! -dijo Pedro, baile de Arras. En efecto, Roberto de Artois cambiaba sonrisas con sus primos Valois.
-¡Aún no se ha dicho todo, amigos míos, aún no se ha dicho todo! -murmuró Mahaut, con las mandíbulas apretadas-. ¿Creéis que voy a abandonaros, Thierry?
Cuando se acabó la lectura de la sentencia de arbitraje, el obispo de Soissons, que había participado en las negociaciones, se adelantó con el Evangelio en la mano y lo presentó a los barones. Estos se levantaron a la vez y tendieron la mano derecha, mientras Gerardo Kiérez, en su nombre, juraba sobre el libro sagrado respetar escrupulosamente el arbitraje del rey. Luego el obispo se dirigió hacia Mahaut.
El pensamiento del rey, en este momento, viajaba por los caminos. «Ese peregrinaje a Amiens, lo haremos a pie las últimas leguas y el resto en carreta, necesitaremos buenas botas forradas. Además llevaré mis cocineros y salseros, pues debo guardarme de los venenos... Esperemos que Clemencia estará libre de los dolores que la entorpecen para el amor.» Soñaba con la vista puesta en los dedos de oro de la mano de justicia, cuando de repente oyó decir con fuerte voz: -¡Me niego a jurar! ¡No aceptaré esta nefasta sentencia!
Un gran silencio cayó sobre la asamblea, sobrecogida por la audacia de esta negativa, lanzada a la cara del soberano. Se preguntaban qué terrible sanción iba a fulminar la boca real.
-¿Qué ocurre? -preguntó Luis, inclinándose hacia el chambelán-. ¿Por qué se niega? Sin embargo, este arbitraje me parecía justo.
Miraba a los asistentes con aire ausente, más sorprendido que contrariado. Entonces se levantó Roberto de Artois y clamó con voz de combate:
-Sire, primo mío, ¿vais a permitir que se os desafíe y se os abofetee el rostro? Nosotros, vuestros parientes y consejeros, no lo toleraremos. Ved el agradecimiento que se os tiene por ser bondadoso. Sabéis que por mi parte era opuesto a toda amigable convención con la señora Mahaut, de quien me avergüenzo de que sea de mi sangre. Porque toda benevolencia que se le dispensa no hace más que animarla a realizar mayores villanías. ¿Me creeréis por fin, monseñores -continuó tomando a la asamblea por testigo- me creeréis por fin cuando digo, cuando afirmo, como vengo haciendo desde hace tantos años, que he sido engañado, traicionado, robado por ese monstruo hembra que no tiene respeto ni al poder del rey ni al poder de Dios? ¿Cabe asombrarse de la actitud de una mujer que no obedeció a la voluntad de su padre moribundo, y se apropió de bienes que no le pertenecían, aprovechándose de mi infancia para despojarme?
Mahaut, en pie, con los brazos cruzados, miraba a su sobrino con aire de cólera y desprecio, mientras, a dos pasos de ella, el obispo de Soissons dudaba de dejar o no el pesado Evangelio.
-¿ Sabéis por qué, Sire -continuó Roberto-, rehúsa hoy la señora Mahaut el arbitraje que aceptó ayer? Porque habéis añadido una sentencia contra maese Thierry de Hirson, contra esa alma vendida y condenada, contra ese bribón cuyo pie quisiera que le descalzaran, para ver si tiene pezuña como el diablo. Fue él quien, por mandato de la señora Mahaut, trabajó tan bien y falsificó de tal forma los escritos que me hizo perder mi herencia. El secreto de sus malas acciones los ha unido tan vergonzosamente que la condesa Mahaut ha tenido que proveer de beneficios a todos los hermanos y parientes de Thierry, quienes desuellan a este desdichado pueblo de Artois, tan próspero en otro tiempo, tan miserable ahora, que no le queda más recurso que la rebelión.
Los aliados escuchaban con el rostro iluminado, y parecía que estaban a punto de aclamar a Roberto, el cual, con el mismo énfasis, agregó:
-Si tenéis el atrevimiento, si tenéis la audacia, sire, de perjudicar a maese Thierry, de quitarle la parcela mínima de sus robos, de amenazar la uña pequeña del dedo pequeño del más pequeño de sus sobrinos, aquí esta la señora Mahaut enseñando sus garras y dispuesta a escupir al rostro de Dios. ¡Porque las obligaciones contraídas en el bautismo y el homenaje que os prometió, rodilla en tierra, no significan nada en comparación con su sumisión a maese Thierry que es su verdadero señor feudal!
Mahaut no se había inmutado.
-La mentira y la calumnia, Roberto, se deslizan por tu boca como la saliva -dijo calmosamente la condesa-. Ten cuidado en no morderte la lengua, porque podrías morir.
-¡Callaos, señora! -gritó bruscamente el Turbulento-. ¡Callaos! ¡Me habéis engañado! Os prohíbo volver al Artois si no aceptáis la sentencia que acabo de dictar, y que es una buena sentencia, como todo el mundo me ha dicho. Hasta entonces residiréis en París o en Conflans, y en ninguna otra parte. Basta por hoy; he pronunciado mi sentencia.
Sufrió un violento ataque de tos, que lo obligó a encogerse en el trono. «¡Así reviente!», dijo Mahaut entre dientes.
El conde de Poitiers no había pronunciado una palabra. Balanceaba una pierna y se acariciaba pensativamente la barbilla.

Los reyes malditos III - Los venenos de la coronaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora