Aire

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Ignoro si se trata de algo común o sólo me ocurre a mí, pero yo nunca he sido capaz de poder leer dentro de un sueño. Llegado el momento he podido vislumbrar algunas palabras borrosas y lograr intuir algún concepto, pero si se me presentasen tan sólo unas pocas letras en las que debiera enfocarme para comprender su significado, eso me llevaría indefectiblemente a un despertar inmediato. Así me ocurrió siempre, y así me acaba de ocurrir.

Todo esto comenzó hace sólo unas pocas horas, cuando fui víctima de la ahogada angustia que provoca el apuro del tiempo y, una vez dentro del avión, de un cansancio prensado por la calma. Víctima digo porque me traicionó el dolor de cabeza durante la somnolencia que como científicamente se verbaliza en pesadilla. No podría afirmar cuándo fue exactamente que comenzó el sueño. Sospecho que después de guardar mi bolso en el compartimiento que está encima de mi asiento.

Soñé, entonces. Soñé estar ya en pleno vuelo. Oía el zumbido de las turbinas, las veía por la ventanilla contra un cielo anaranjado, donde a lo lejos unas leves nubes, blancas algunas y rosadas otras, se suspendían plácidamente como plumas sin tiempo: el sol iba decayendo detrás del horizonte. Apreciando ese paisaje celestial estaba cuando advertí que una azafata apareció sonriente en el extremo del pasillo con un carrito. Se estaba iniciando el reparto del refrigerio; yo aguardé ansioso como un niño en un quiosco intentando adivinar qué dulces gratis habría para elegir, y los demás pasajeros parecían compartir mi sentir. El aire era alegre y en él paseaban risas entremezcladas con por favores y gracias mientras la azafata avanzaba gentil, como arrebatada por un encanto diría yo, sirviendo hacia un lado primero y hacia el otro después cafés, tés, jugos y galletas dulces; estaría ya a dos o tres filas de mí cuando noté al señor sentado a mi derecha, japonés él, de mediana edad, estirar el cuello tratando de espiar el carrito para decidir su merienda. Me armé frente a mí la mesita plegable de plástico empotrada en la butaca de adelante mientras oía que la cordial azafata ya estaba sirviéndole a mi vecino de asiento. Ya sería mi turno; pero cuando alcé la vista para hacerle mi pedido, un silencio total enfrió todo el aire. La azafata estaba detenida, observándome fijamente. Sin sonrisa alguna. No sólo ella, y no sólo el japonés de al lado también me clavaba la mirada: todos los pasajeros habían girado en sus asientos y estaban mirándome, inmóviles. Eran como decenas de estatuas de cera alineadas hacia mí con diferentes rostros pero con un idéntico y horroroso gesto: inexpresivo, de ojos inhumanamente abiertos, un gesto de muerte, un gesto sin alma. Me sentí invadido por el miedo. Intenté, inútilmente, desencadenarme del cinturón de seguridad, y en un estúpido y desesperado rapto por pedir ayuda comencé a apretar los botones del apoyabrazos casi a puñetazos, y ya sospechando, o debería decir, deseando que me encontraba en un sueño intenté leer la inscripción de uno de los botones, y así desperté.

Desafortunadamente, la vigilia vino empapada del dolor de cabeza que en la vida real no sólo jamás se había ido, sino que había empeorado. Seguramente por la presión de la altitud. Era una tortura que se me desparramaba desde la nuca hasta la frente, atravesándome el cráneo entero. Por coincidencia, como ocurrió en mi pesadilla -aunque en una atmósfera mucho menos festiva- nos estaban sirviendo el refrigerio a los pasajeros. O tal vez no fue coincidencia. Prefiero pensar que el propio ruido del reparto de las bebidas y comidas se escabulló por mis oídos hasta mi conciencia dormida y fue la chispa que dio forma al espantoso sueño. Mediante señas le pedí permiso al señor japonés de al lado para buscar una aspirina que tenía guardada en mi bolso. De él a cambio recibí nada más que un mudo desdén y luego, llegado el turno de escoger mi merienda, preferí un simple vaso de agua. La azafata, con una sonrisa estampada que tenía mucho de mecánica, ni siquiera me miró al alcanzármelo.

Por suerte, después que ella terminó su tarea y desapareció tras las cortinas del corredor, ya nadie charlaba. Se respiraba en la cabina una suerte de relajación tácita entre todos los pasajeros. La ansiedad preabordaje se había aplacado y algunos ya se acomodaban en la butaca con los ojos entrecerrados. Otros, en cambio, preferían postergar el descanso leyendo algún libro comprado a las apuradas en la tienda del aeropuerto. Pero todos se dirigían por distintos caminos hacia el ineludible ritual del sueño. A mí, el dolor de cabeza me comenzaba a ceder y me daba permiso, al fin, para disfrutar del vuelo. La ventanilla es una de mis debilidades. Me dediqué un buen rato a mirar a través de ella: afuera, el cielo del mundo estaba profundizando un azul noche y las primeras estrellas se estaban despertando; por debajo de mis pies (o de los pies de todos nosotros, en realidad) había una capa blanca de vapor; eran nubes que formaban un infinito colchón de algodón que impedía ver más abajo de él. Había una sensación de quietud a diez mil metros de altura, a mil kilómetros por hora.

Y me tocaron tímidamente el brazo. Era mi vecino de viaje japonés, que me quería dar lo que parecía una hoja plastificada, como una especie de folleto azul. Le indiqué con señas que no era mío, pero me sonrió asintiendo, como insistiendo para que lo tomara. Entonces, un poco por amabilidad lo acepté, y cuando entré en contacto con el folleto fue cuando sentí mis zapatos pegotearse en el piso: vi que la alfombra de la cabina estaba mojada. En cuestión de segundos, el agua subió y me cubría los pies, miré al japonés como pidiéndole explicaciones pero él seguía sonriéndome y asintiendo con la cabeza, como si no sintiera que el agua ya estaba llegándonos a las rodillas. Grité llamando a la azafata, grité atormentado pidiendo ayuda con el agua helada ya bordeándome el pecho, y vi que el folleto que el japonés me había alcanzado eran las instrucciones de emergencia del avión. Eran la llave de mi escapatoria; todo debía de ser un sueño, así que rápidamente empecé leerlas y, en el esfuerzo de intentar comprenderlas, desperté otra vez. Y la misma azafata que me había dado el vaso de agua, ahora con rostro preocupado, me estaba asistiendo. Me avergonzó tanto darme cuenta que había gritado en sueños... el japonés me miraba, ahora compungido como el resto de los pasajeros, preguntándose por dentro qué me había sucedido. Lo cierto es que les había interrumpido el descanso y murmuraban sobre mí entre ellos.

Una vez que me tranquilicé, le pedí a mi azafata que me alcanzara la computadora portátil de mi bolso. Pensé que escribir sobre mis pesadillas de ellas me liberarían; buscando sacármelas del cuerpo y desagotarlas de mi inconsciente fue como comencé a escribir estos párrafos. Empecé por describir mi primer sueño, el de las estatuas de cera, seguido por el humillante episodio del agua. La catarsis de la escritura, por suerte, me fue serenando. Sin apagar el portátil, cerré los ojos un momento para concentrarme en el texto, para ensayar mentalmente diferentes variantes en el fluir de la prosa; primero unos segundos, después un poco más. Y en eso estaba cuando no pude evitar que el tercer sueño me acechase. Quise espantarlo pestañeando con fuerza repetidas veces, pero éste insistía en merodearme como una fiera salvaje que tiene la presa fácil. Luché contra el peso de mis párpados pero ya eran toneladas y la pesadilla volvió a tomar forma; sin embargo, esta vez supe desde el principio que estaba dentro de un sueño absurdo y falaz. Otra vez se repetía el patrón: la imagen de la ventanilla, pero esta vez vi tras ella el cielo que ya no era azul, sino de un rojo furioso y surrealista, cubierto de una multitud de nubes que destellaban por el reflejo de una luz que venía de abajo, de la superficie. Cuando bajé la mirada buscando el origen de esos confusos destellos vi una ciudad en miniatura que estaba siendo consumida por un gran incendio. Las llamas voraces avanzaban sobre las personas, sobre los autos y los árboles como un verdadero tsunami de fuego imparable que devoraba con apetito insaciable; si hasta en mis pies sentía el calor que provenía de abajo. Miré entonces más allá, hasta donde llegaba el horizonte, y más y más llamas avanzaban desde todos los frentes. Caí en la cuenta que allí en la Tierra no habría sitio alguno a salvo del Infierno cuando el avión recibió una violenta turbulencia; la caída libre duró unos instantes y todos los pasajeros gritaron, luego algunos rezaron e invocaron nombres divinos, otros se amontonaron contra las ventanillas para observar el cataclismo que se desataba en la superficie. Y otra desaforada turbulencia azotó el avión que inició otra caída que esta vez no tendría fin, y las mascarillas de oxígeno se desprendieron unánimemente sobre los llantos y las plegarias. Quise volver a la realidad cuanto antes. Harto de la serie de pesadillas me prometí que al despertar haría lo que fuera para no volver a dormir más hasta aterrizar. Entonces busqué interrumpir el sueño leyendo del portátil estas mismas palabras que yo mismo escribí y que tengo ante mí, pero para mi creciente incredulidad y desesperación, descubrí que puedo leerlas. Que puedo comprenderlas. Esta vez, sin inconveniente alguno.

AireWhere stories live. Discover now