Una noche en cama

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     Edvard tomó a Ofelia de la cintura y se reacomodó para ambos quedar a la misma altura. Las piernas de Ofelia lo envolvían, eran esbeltas, suaves, y a él le gustaba apretarlas hasta que quedaban rojas.

     —Y tú que hasta ahora lo preguntas —sonrió, besándola.

     —Soy lenta —sonrió ella a su vez, hundiendo los labios en el cuello de Edvard—. Soy lenta —repitió, alargando el sonido acompasado de la ene.

     —Y linda —dijo él con una rudeza que Ofelia sintió en sus piernas cuando Edvard las apretó como de costumbre—. Y tierna.

     —¿Tierna y linda? ¿Yo?

     —Sí, tú.

     —Está ciego usted, señor.

     —Sólo me llevas la contraria porque quieres que lo repita.

     —No, ahorita lo que quiero es que vuelvas a hacerme el amor.

     Aunque el sexo era rudo, Ofelia solía evocar un mar en calma, con la noche coronada por una inmensa luna que hacía que las aguas se revistieran de plata. El ligero ondear de las olas cargaba un murmullo placentero que la mecía en paz. Desaparecían sus suspiros, el olor de los dos cuerpos, quedaba el placer arrinconado en una esquina, como un objeto precioso que se protege escondiéndolo en el lugar más obvio. Escuchaba la voz de Edvard, pero ella nunca podía responder. No por falta de reciprocidad, sino porque se sentía elevada, en otro mundo. Y se sujetaba de él, temiendo perderlo. Y Edvard se hundía ella, como intentando recordarle que no iría a ningún lado porque al fin la había encontrado.

     Edvard se levantó de la cama. Caminó hasta el otro rincón de la habitación, sirvió dos vasos de agua y regresó. Su cuerpo todavía estaba un poco sonrojado. Ofelia sonrió.

     —Y si llegamos a tener un niño...

     —O niña —agregó él.

     —O niña, sí. ¿Crees que se parecerían un poco a ti?

     —Lo dudo.

     —No sabía que querías hijos —dijo ella entre sorbos.

     —Es un caso hipotético, ¿no? —respondió él.

      —¿Y no te espanta ni un poquito?

     Edvard se encogió de hombros, dejó los vasos en la mesita de al lado y volvió a ella, envolviéndola suavemente con sus brazos, descansó la cabeza en su vientre y observó la mata de vello oscuro en su pubis antes de voltearse y fijar la mirada en el techo. 

     —No, no me espanta ni un poquito —respondió al fin.

     —Pero, ¿lo has pensado?

     —¿Intentas decirme algo? —inquirió—. Ya sabes que conmigo puedes andarte sin rodeos.

     —No es nada. Lo prometo. Una ocurrencia, nada más.

     —Menuda ocurrencia.

     Ofelia sonrió. Cuando estaba con Edvard rara vez hacía otra cosa. Su sentido del humor era comedido, al igual que su forma de desenvolverse, incluso sus pasos marcaban un ritmo algo aletargado. Su voz era suave, poquísimas veces la elevaba, pero cuando lo hacía, a Ofelia se le crispaban los vellos del cuerpo, casi de la misma manera que las personas se sobresaltan cuando creen que un rayo ha caído cerca. El retumbar es similar, incluso su brevedad, ese latigazo certero y cortante; pero Edvard no decía nada malo cuando elevaba la voz, no. A ella nunca le había gritado. Había tenido la oportunidad de escucharlo durante una discusión con otro profesor de la universidad. Al inicio Ofelia sintió miedo. Si Edvard llegara a gritarle a ella, no lo soportaría. Se lo dijo. «¿Alguna vez te he gritado?», preguntó él, herido y preocupado. A la primera pensó que verlo en esa situación había despertado algo en ella. «Claro que no», respondió Ofelia. Poco a poco le fue explicando las razones de sus temores. Ninguna tenía que ver con él.

Relatos de amores y amoresWhere stories live. Discover now