I - La Cita

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"Estación, La Paz", masculló una voz metálica a través del parlante.

La puerta se abrió. Una multitud se dispuso a salir del tren, pero fue frenada en seco por la otra muchedumbre que intentaba entrar.

"Coño, dejen salir", gritó un señor, repartiendo codazos indiscriminadamente para abrirse paso hasta la salida.

El metro llevaba varios minutos de retraso, así que era de esperar que el andén estuviera a reventar cuando, lentamente, emergió del túnel como un cínico pretendiente que no pide perdón por llegar tarde a su encuentro.

Sonó el timbre de cierre de puertas. La masa de gente se compactó como pudo para que sólo se necesitaran dos o tres intentos antes de trancar definitivamente y partir. Como sardinas en latas, trataban de acomodarse agarrándose del techo, los pasamanos y las rejillas del aire acondicionado, que como siempre estaba dañado.

Dañado como este sistema. Como todo en el país, dirían algunos. El calor se reflejaba en el vaho de cientos de respiraciones cansinas que empañaban las ventanas.

Estación, La Yaguara.

Aquella serpiente de metal, era una auténtica chatarra. Al emprender la marcha, emitía un sonido de notas en escalada, uno que le recordaba haber visto tiempos mejores. El Metro, solía ser símbolo de una nación que, a punta de barriles de petróleo, se erguía orgullosa sobre todo el subdesarrollo del vecindario. Un reflejo de modernidad y  una ciudad que pudo haber sido, pero no fue. Un sonido de notas en escalada que ahora suena melancólico, mientras sus ruedas chillan sobre rieles oxidados y se despegan sus calcomanías de franjas de colores y se llenan de basura sus pintorescos asientos de plástico amarillo.

 Había quien decía que uno se volvía más civilizado apenas pisaba el subterráneo.

Estación, Carapita.

- Mamagüevo, me estás pisando - exclamó una mujer histérica.

- Bueno, si no te gusta te vas en taxi - respondió con desdén su transgresor, de puntas, para aferrarse a la nada, como si su vida dependiera de ello.

La gente los ignoraba, o en el mejor de los casos, alentaba la pelea. Y en el medio de todo este desastre iba Miguel Pérez, imperturbable, torcido como un contorsionista. Tenía la vista clavada sobre una publicidad de hamburguesas, sin realmente observarla, en una especie de trance que, el que ha viajado en el metro, reconoce como la somnolencia de pasar mucho tiempo parado dentro de un sauna rodante. 

Aunque la presión de la gente y los cambios bruscos de velocidad lo hacían balancearse sobre una cuerda floja, nada lo molestaba. Ni pasar hasta cinco minutos detenido en el medio del túnel oscuro. Su ánimo no amainaba, pues hoy era el día en que se encontraría con su amada para su cita de cada semana. 

Estación, Antimano.

Aquí se bajaba. No necesitó desplazarse hacia la puerta, sólo se dejó llevar y fluyó en el río humano que, a lo rockstar, le empujó casi hasta las escaleras mecánicas. Recordaba bien el recorrido, era tan cotidiano para él, pues fue allí donde la conoció. En realidad, fue unas cuadras afuera, en la universidad; pero era como si las baldosas blancas de la estación aún evocaran el jueves en que, despidiéndose por ir en direcciones contrarias, terminaron dándose su primer beso a pocos metros de los torniquetes. 

Flotó entre nubes tantas semanas, que cuando aterrizó, ya se había cargado tres parciales de Sociopolítica y un taller de Historia Contemporánea de América.

"Me verás volar alguna vez, otro día", pensó mientras lo encandilaba la luz de la calle que aparecía frente a él.

El bulevar era un intento de urbanización que terminó vuelto un mercadillo de tarantines de buhoneros. Un monolito de hierro con una gran "M" naranja, se levantaba entre un mar de toldos y cartones apilados. Caminó entre el vendedor de aguacates y el de tostones, envuelto en el griterío, el caos y el desorden, siempre recto hasta la parada de las camionetas. Se montó en el microbús antes de que arrancara en una nube de humo que abrió un agujero más en la capa de Ozono.

Trece odiseas en la ciudad de la furiaWhere stories live. Discover now