13-17

1.8K 10 2
                                    

      13

México, Tijuana.

Raymond Petrov y Rhianne Thompson estaban cerca del río Tijuana, el cual tras las fuertes lluvias de invierno se encontraba en uno de sus niveles más altos. Ambos iban acompañados de otros investigadores locales y policía científica. Había aparecido una joven en el río.

–Tal y como usted nos dijo, señor Petrov, la chica está en el río, totalmente visible y degollada –dijo uno de sus acompañantes. –Un poco más adelante.

Descendieron por una zona de tierra húmeda y fangosa, señal inequívoca de que el río debió haberse desbordado unos días atrás. A Petrov le dio mala impresión que la pulcritud con la que la orden depositaba los cuerpos no concordara con aquello.

–Pero solo han desaparecido cuatro –dijo Rhia a aquel hombre que lo acompañaba.

–¡Cuatro familias han denunciado! Aquí desaparecen muchas jóvenes, las familias no suelen denunciar, la mayoría aparecen en la frontera a los pocos días –contestó él.

–Si este cadáver pertenece al caso que investigamos, tenga por seguro que ninguna aparecerá en la frontera –le respondió Rhia.

–Si es o no, lo sabremos ahora –insinúo Petrov

–Ahí abajo –le indicaron.

Rhia se adelantó a Petrov, ávida por comprobar lo que había venido a ver desde tan lejos. Efectivamente, allí abajo en el río había una joven con túnica roja, degollada, sujeta con cordones dorados por los hombros, por la cintura y por los tobillos, al mástil de una barca. El ritual había empezado.

–¡Hijos de puta! –gritó Rhia mientras se alejaba de la víctima. –¡Hijos de puta!

Rhia siguió despotricando y alejándose de todos. Petrov le dejó espacio y decidió acercarse él mismo a la víctima. Le miró la cara, era muy joven, más que las que acostumbraban a matar. Pero no veía lo que había visto Rhia. Ella seguía pegando gritos de camino al coche.

Petrov se subió a la barca. Misma túnica que las demás, misma forma de matar. Rodeó a la víctima. No estaba tan limpia como acostumbraban a presentarla, y tampoco tenía el mismo olor. Aquella víctima olía a cadáver, las otras tenían un aroma floral que Rhia comparaba con el agua de rosas, más cautivador incluso. Pero no fue eso lo que hizo a Rhia salir gritando de allí.

Petrov se colocó detrás y miró sus muñecas. Estaban llenas de cortes y rozaduras de la cuerda que las sujetaban. “No le pusieron los brazales.”

Habían simulado un inicio falso, para hacerles perder el tiempo. Pero no lo hicieron tan bien como para engañarlos. Quizás los brazales fueran objetos tan sagrados como para no poder ponérselos a cualquiera. El caso era que habían hecho algo sin precedentes, al menos al alcance de Petrov. Habían empezado a asesinar fuera del ritual.

                                                                                    14

Nel regresó a El Cairo. A medida que se aproximaba a la salida de Gizeh, muy cerca de La Esfinge, se preguntaba por qué Kefrén y Micerino no habían construido una pirámide tan espectacular como la de Keops. Decidió echar un último vistazo a La Esfinge.

A pesar de que solo hacía un rato que le había parecido monumental, después de haber visto las pirámides le pareció pequeña, humilde, solitaria. “Si la construyó Keops, con la cantidad de toneladas de piedra que habría aquí apiladas, ni siquiera se vería”.

Se colocó en el centro de sus patas. Allí había una inscripción posterior a la construcción. Sí, la recordaba, del faraón Tutmosis IV, que tuvo una visión en la cual La Esfinge le pedía que la desenterrara y ella a cambio le concedería el trono de Egipto. “No tiene lógica”.

Décima doctaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora