La mirada del Otro

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Cinco de la mañana, suena la alarma. Bastan tres molestos ¡bip, bip, bip! para que abra los ojos. Un mal necesario. Antes de sentarse en la cama, le da un beso en la mejilla a su esposa y ella se acurruca con la almohada.

Cinco con cinco, abre la regadera. Deja correr el agua treinta y cinco segundos para que la temperatura sea exacta. Se desviste, enrolla su ropa interior antes de alinearla al fondo del contenedor especialmente destinado para eso. Se mira al espejo: dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete canas nuevas justo en el fleco, un poco hacia la izquierda. Entra en la ducha, el agua escurre por su piel y él ni se inmuta. Primero el champú, luego el jabón bajando de sus hombros a los brazos, el pecho, la espalda, las piernas, los genitales y, por último, la cara. Se enjuaga. Deja arder su cuerpo bajo el agua caliente.

Cinco y cuarto, sale de la ducha. Limpia el espejo empañado, abre el grifo. Aplica crema exfoliante en sus manos, acaricia con ellas su cara. Se enjuaga, cierra el grifo. Peina su cabello hacia atrás, enciende la secadora. Sobre el cabello seco aplica el tónico para la caída del cabello, luego se peina. Usa cera para el cabello, el fleco perfecto.

Cinco con cuarenta minutos, sale del baño. Desnudo vuelve a su cuarto, su mujer sigue dormida. Primero la ropa interior, luego el pantalón. Abre el cajón de las camisas de trabajo, todas blancas, almidonadas, perfectamente alisadas como el mármol recién pulido. Calcetines negros, se sienta para pulir sus zapatos siempre impecables. De hecho, lamerías las suelas si tuvieras la oportunidad. Desdobla del tercer cajón, de arriba abajo, una corbata morada. El patrón era cuadriculado y contrastaba con blanco nacarado y negro.

Seis de la mañana, se para frente al espejo. Levanta el cuello pulcro de la camisa, se abrocha el último botón. Desliza la corbata por su nuca hasta que cuelgan dos mitades a cada lado de su torso. A la derecha, la mitad más ancha, a la izquierda, la angosta. Recorre la parte ancha hacia abajo hasta que la otra alcanza la altura entre su pecho y el ombligo. Toma la parte ancha y la pasa sobre la angosta, la cruza por atrás para hacer un primer nudo. Repite la maniobra de manera inversa: cruza por atrás del primer nudo y, sucesivamente, anuda hacia adelante. Por último, con un tercer nudo cubre los dos primeros, da, por fin, forma al nudo tradicional para una corbata.

Seis con dos minutos, sujeta el nudo de la corbata. Mira fijamente su reflejo, como si su mirada se hubiera distraído buscando un objeto a lo lejos, más allá del espejo, más allá de su propia mirada. Ajusta la corbata hasta su lugar en el cuello, sigue buscando su objeto perdido.

Seis con siete minutos, sujeta el nudo de la corbata. Han pasado dos minutos desde que debía encontrarse bajando la escalera hasta la cocina. No importa, bastará con comer el pan sin antes pasarlo por la tostadora.

Seis con nueve minutos, sujeta el nudo de la corbata. Tal vez si toma leche en lugar de exprimir naranjas aún pueda ajustarse al tiempo. ¡Pero sólo si suelta esa maldita corbata de una vez! Ajusta más el nudo, le cala el cuello.

Seis con once minutos, su reflejo le guiña un ojo.

En la película del espejo se despierta su esposa y se acerca a él. "Ya es tarde", le dice, y siente sus manos acariciándole los hombros. Su reflejo le sonríe, luego se da media vuelta. Mira petrificado cómo su otro yo toma a su esposa por los hombros y la besa como una bestia famélica. La toma del cuello y la obliga arrodillarse. La abofetea, la agarra del pelo con fuerza y penetra su boca. Ella se atraganta, eso a él no le importa. Se inclina para besarla, escurre saliva por su mentón.

La toma con fuerza y la empuja hasta la cama. Desenrolla un cinto de piel negra y la azota en las nalgas y la espalda. Le ata las manos por las muñecas ajustando un nudo, su yo real sólo puede ajustar el nudo de su corbata. La penetra con fuerza tirándole del pelo hasta correrse en su espalda, se agacha para lamerla mientras ella se masturba. Gime como puta.

Cuando el reloj de la pared marca las siete con cincuenta minutos, su otro yo ha usado a su esposa hasta dejarla temblando. Ella no puede más mantenerse en pie, él la acuesta boca arriba en la cama. Aprieta, chupa, abofetea sus tetas y ella se retuerce como una sucia lombriz de tierra.

Su yo real no está paralizado sólo en su forma corpórea sino en su yo trascendental. Todo aquello que lo hace ser él mismo está suspendido en una constante revalorización. "Yo no soy él. Yo no soy esto", se dice, pero dentro, muy dentro, una diminuta vocecilla ridícula se arrastra hasta sus oídos mentales: "Sí lo eres".

El mundo se cae, no literalmente. Su mundo se cae, todo se vuelve caótico e impredecible. Retazos de memorias revolotean en su cabeza, cientos de relojes giran sus manecillas hacia atrás y hacia adelante. Nota en su camisa una mancha de salsa, de su fleco salta un mechoncito burlón. En su frente un grano tremebundo, la pulcritud queda bajo un charco de lodo y esperma. El nudo en su garganta se aprieta cada vez más, le cuesta pasar saliva. De respirar, ni hablar.

Ellos han dejado entre sus ropas hasta el último rastro de humanidad, se entregan a los más profundos impulsos primitivos. Son apenas dos animales dejándose llevar por instintos que el hombre se ha preocupado tanto por abandonar. Él le aprieta el cuello con fuerza, ella le araña la cara. Se muerden, se arrastran. Se arrancan mechones de pelo, se desgarran la piel. Se vuelven despiadados, criaturas inmundas.

Y en la lejanía de una alcoba contigua, alguien pregunta por mamá. La mirada de su yo real se desencaja de la cara. No puede soportar que su pequeña princesa quede expuesta a toda esa miseria. El cuerpo mutilado de su otro yo se acerca a la puerta, antes de abrir se queda viendo fijamente al espejo. Se alinea con él, irgue su espalda. Anuda una corbata imaginaria, ajusta el nudo hasta destrozarse el cuello. La cabeza sonriente se va de lado, rebota en el piso.

"Ya es tarde", le dice su esposa. Él reacciona con un salto, la mira directamente a los ojos. Se descubre libre de sus ataduras, mira de nuevo el espejo. Su reflejo era el copión de siempre. "¿Ya desayunaste?", ella pregunta y afloja el nudo de la corbata, dejándola en su lugar.

—Hoy no iré —le responde.

La agarra por los brazos, le guiña un ojo.

Al bordeWhere stories live. Discover now