«Oremos»

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Una iglesia en las afueras, última hora de la tarde. Está muy cerca de la muralla.

Los rayos de sol, largos y lánguidos, se cuelan por los vitrales de las paredes. Iluminan la lanza de Jorge, arrancan destellos a las alas de Gabriel, a las llaves de Pedro. Fuera, sin embargo, está un poco nublado. La nubes, doradas y rojizas por los bordes, se mueven apaciblemente por la gran bóveda celeste. Empieza a refrescar, los grillos cantan, el sol ya se ha puesto. El aire es hermético, está quieto, como expectante. A pesar de que acaba de empezar septiembre, la ciudad hace tiempo que espera al otoño, la humedad tiñe el ambiente. En cualquier momento la luz desaparecerá.

En el altar hay una caja abierta. Es de madera de pino, lisa, clara. Dentro hay un joven con los brazos cruzados sobre el pecho, tiene la nariz recta, mira sin ver las vigas del techo. Está vestido y acicalado de acuerdo a su condición, el rosario reposa entre sus dedos.

De repente, la portalada de la iglesia se abre, y la luz mortecina del ocaso se cuela durante un instante, antes de ser tapada por multitud de siluetas. Un cortejo.

El grupo avanza por el pasillo de la iglesia. Figuras negras que al llegar al altar se arrodillan y se sientan en los duros bancos, que crujen bajo su peso. Todas mujeres, todas con velo.

Fuera, la gente se arremolina en la entrada, se pone de puntillas para ver, aplastan la hierba con sus pies descalzos, ansiosos. Se preguntan quién tiene tiempo, ganas y dinero para preparar algo así. En una ciudad dónde todos ya tienen a varios jóvenes en cajas, resulta extraño. Sin embargo, dentro no hay mucha gente. Entre todas llenan las dos primeras filas de bancos. Así lo ha querido la madre.

Ella entra la última. Miguel, María y Pedro le dan la bienvenida. La madre frunce el ceño al verles y casi puede ver como sus sonrisas beatíficas se convierten en muecas de desaprobación. "¿Qué? -piensa- Haced vuestro trabajo, y entonces yo haré el mío".

Su falda negra está arrugada y levantada por detrás. Las enaguas le pican, raspan, no son de buena calidad. La madre se arrodilla, no puede mirar a su hijo. No lo hará. Sabe que si lo observa, aunque sólo sea un instante, de reojo, sin querer... estará perdida.

La madre se sienta en el primer banco. Suspira. Está harta. Se pregunta por qué se ha gastado el dinero. Es curioso, las oraciones en latín tienen menos sentido que el de costumbre. Se arrodilla y se levanta cuándo es necesario. Entona himnos, responde oraciones, escucha palabras. Ya no le importa.

Podría haberlo hecho ella, por supuesto. Todo el mundo lo hace. No es difícil encontrar una pala y por entre los escombros hay mucho sitio libre. Podría haber usado las piedras de las calles, o incluso las hojas secas de otoño, que ni siquiera los más desesperados quieren comer. Pero no ha podido. Recuerda entonces a los fríos y claros ojos de su abuela mirándola desde lo alto, su rostro oscuro, ascético, terrible. Esa mirada que le provocaba un sabor metálico en la boca, diciéndole que quién no sea enterrado en camposanto padecerá para siempre en el infierno. La madre mira de nuevo a María. Su corona brilla demasiado, le duelen los ojos, a pesar de estar cubiertos con el velo. Imagina la cara de su hijo, bella y pálida, las facciones de su rostro enterradas bajo las hojas, ensuciadas por la tierra negra, corrompidas, putrefactas. La madre no puede con esa visión.

Aún lo recuerda cuándo era pequeño y aprendía andar. Apoyaba su barbilla en su cadera. Recuerda acariciarle la nuca, el lugar dónde cuentan que está el olor con el que nacemos. ¿Seguirá allí? La madre no lo sabe.

Todas se levantan y caminan hacia el párroco. Éste les coge las manos y les susurra unas palabras. Cuándo le toca su turno, la madre levanta las manos, obediente, y las deja inertes, impávidas, neutras. Son recogidas por los dedos nudosos y huesudos del párroco. Están ásperos por la cera de los cirios. Él la mira y esboza un sonrisa que a su juicio es apropiada para la situación: indulgente y misericordiosa, fuerte y decidida. Se la enseñaron en el seminario. Se dirige a la madre en un susurro bajo y ceremonial.

-        Ahora está en Sus manos.

La madre aparta la mirada y se desembaraza de las manos del sacerdote, hastiada.

-        Siempre lo ha estado...

No ha sido cuidadosa. Sus faldas paran, la madre se ha quedado a medio girar, inmóvil. Lo ha visto. Su hijo. Su vida. Su niño. Ha sido sólo un instante, un atisbo, la nuez de su cuello, un lóbulo. Da igual. Para ella, las puertas ya se han cerrado.

Y entonces, llega el caos. La oscuridad. Se oye el humo, la explosión, parece que el mundo se esté rompiendo. Pero a la madre le parece bien. Su Majestad ha entrado en la ciudad. Hay espadas, destellos, gritos en español. Órdenes, más gritos. La sangre le salpica la cara, el párroco suplica a su Dios. Fuego. Sin embargo, la madre está serena. Sigue en el mismo sitio. Todo está oscuro. Acaba de repente, sin aliento, con urgencia, mal hecho.

Entre una cosa y otra, la tarde ha muerto. Pero la noche está encendida y eso no debería ser así. Y los santos lo saben. A María se la ha caído la corona. Pero no la puede recoger, su aureola está en llamas. San Jorge y su dragón se han matado mutuamente. San Pedro se ha ahogado con las cadenas de sus llaves. San Miguel grita, sus rubios rizos están manchados de sangre, los demonios han vencido. Y Gabriel. Sus alas se han quemado, el humo le entra por la boca. Nunca más podrá anunciar nada.

Y mientras los santos y los ángeles soportan su suplicio, por entre las piedras negruzcas y humeantes, por entre los vidrios rotos y los arcos derruidos, aún se puede escuchar el último susurro hastiado de la madre, como medio interrumpido por un vendaval.

Siempre lo ha estado.

Todos lo estamos.

«Oremos»Where stories live. Discover now