Una de piratas

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UNA DE PIRATAS

Tres botellas de ron sobre el cofre del muerto

Anselmo, el vigilante jurado, no daba crédito a sus ojos. Esto no puede estar pasando, se dijo a sí mismo, es la cosa más absurda que he visto nunca. Pues no tiene el jodido viejo un pañuelo con calaveras y tibias cruzadas atado a la cabeza. Si hasta uno de ellos lleva un parche en el ojo. Y no digamos de la débil y apacible ancianita, que me acaba de meter los cañones de la recortada bajo las narices. Espero que con la cosa del Parkinson no se le vaya a ir el dedo en el gatillo. En todos los años que llevo de vigilante en el banco, nunca me había ocurrido una cosa así, ni por asomo. Pero mejor gasto cuidado. A pesar de la estampa tan ridícula que forman, no creo que estén de broma. Eso que lleva el de la silla de ruedas con motor parece un puto Kalashnikov. Y los otros dos llevan pistolas semiautomáticas.

—¡Venga! Empieza a echar la pasta dentro —dijo uno de los vejetes, el del pañuelo con las calaveras, al aterrorizado cajero mientras señalaba con la pistola la bolsa de deporte que había colocado sobre el mostrador.

El resto de los empleados del banco, amén de los desafortunados clientes, miraban con espanto y brazos en alto al  insólito grupo que los encañonaba con decisión.

—Ni te muevas o te vuelo la tapa de los sesos —gruñó la abuela con voz asmática ante el casi imperceptible intento de dar un corto paso hacia atrás del vigilante jurado Anselmo. Éste se lo pensó dos veces y optó por estarse quietecito. Aunque el pulso de la vetusta dama no era demasiado firme, a esa distancia su amenaza tendría una efectividad demoledora.

  De pronto, todos levantaron la cabeza al unísono. A lo lejos se podía oír el inconfundible ulular de las sirenas. Se acercaban.

—¡La policía! —gritó con furia el del parche en el ojo—.

 Han debido activar la alarma silenciosa. ¡Cabrones! ¿Qué hacemos, Bernardo? —le preguntó nervioso al del pañuelo en la cabeza, que parecía ser el líder del grupo.

—¡Larguémonos de aquí! —respondió Bernardo al cabo de un par de segundos de vacilación— ¡Al coche, rápido!

Juanjo sonrió con satisfacción a la pantalla del ordenador. Por fin he conseguido abrir el cofre del tesoro, pensó. ¡Sí señor! Y éste es uno de los buenos. Me voy a sacar una pasta gansa cuando venda esta información de los archivos informáticos del Ministerio de Obras Públicas. Algún periodista ávido y poco escrupuloso me va a besar el culo por haberle conseguido el scoop de su vida.

Puso las manos en la nuca, se desperezó en su asiento y se recostó hacia atrás. Paseó la mirada por el cibercafé. Casi todos los ordenadores estaban ocupados, la mayoría por jóvenes de ambos sexos con pinta de estudiantes. La verdad es que me ha hecho sudar, pero al final lo he conseguido, se dijo. Aunque he tenido que intentarlo tres veces hasta que pude encontrar la manera de burlar los cortafuegos y las barreras del servidor. ¡Soy un puto crack! Incluso me he permitido el lujo de chatear con esa insinuante y traviesa desconocida que ha aparecido de pronto en la esquina inferior de la pantalla. No podría jurarlo, pero estoy casi seguro que es alguien que se encuentra ahora mismo en el café. Yo diría que la morenita junto a la ventana. Lleva un rato lanzándome miraditas coquetas. ¿Quieres guerra, nena? Pues aquí estoy, soy todo tuyo.

Ngono sudaba su piel de ébano sentado en cuclillas sobre la soleada acera. Delante de él, una manta de color oscuro exponía una ecléctica colección de copias ilegales de CD de música y películas en DVD. Entrecerró los ojos y miró calle arriba. Repartidos sobre varios cientos de metros, tres colegas de similar empleo, aunque de distinta procedencia subsahariana, desplegaban sus productos de bajo precio y dudosa calidad a los transeúntes medianamente interesados.

Una de piratasWhere stories live. Discover now