Capítulo I

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Diciembre de 2001

Aún recuerdo aquel frío invierno en Seúl, era nuestra primera navidad en el país asiático y los acontecimientos que surgieron la noche del 24 de Diciembre terminaron por convencer a mis padres que sería la última. No era para menos, meses antes ya habíamos sufrido en carne propia la discriminación de nuestros adorables vecinos; pensar que hoy en día los profesionales extranjeros son vistos con buenos ojos en Corea del Sur.

Como decía, mi hermano William y yo asistíamos a la misma secundaria a pocas calles de nuestra casa, por lo que el camino de ida y vuelta lo hacíamos a pie. Los problemas comenzaron el primer día de clases, cuando un grupo de cinco chicos mayores en edad nos golpearon en un callejón y nos robaron algunas pertenencias. Hoy en día sigo preguntándome que hicimos de malo, no creo que a tan joven edad exista la discriminación a los extranjeros, pero esos fueron los argumentos que nos dieron junto a unas groseras patadas en el estómago... "Sucios americanos" repetían a coro.

Después de varias semanas en donde los abusos se repetían, creímos que avisarles a nuestros padres sería de ayuda, pero la verdad es que resultó mucho peor. Indignada nuestra madre denunció a los chicos con el Director de la secundaria quien no hizo más que aplicar una detención a los cinco rufianes... lo que como podrán imaginar desembocó en golpizas más salvajes y reiteradas hacia nosotros, pero con el agregado de una amenaza: "Vuelven a decirle algo al Director y les cortamos la lengua".

No tengo que decir que nos acobardamos ante aquellas palabras, éramos los hijos de un matrimonio de empresarios menores, criados bajo las protectoras alas de mamá gallina y sin ningún conocimiento sobre el mundo y la crueldad que este alberga; para nosotros aquellos cinco idiotas eran Al Capone y sus secuaces. Así que nos acostumbramos al dolor, a la humillación y al miedo ¿Qué otra opción nos quedaba? ¿Pelear? no nos atrevíamos a tanto, aún no habían despertado ese lado rebelde en nosotros... al menos hasta esa triste noche del 24 de Diciembre.

Volvíamos de la tienda tras comprar algunas bebidas para la noche, la nieve cubría las estrechas calles del vecindario las cuales estaban vacías debido a las festividades. Tan solo nos faltaban cien metros para llegar cuando fuimos emboscados por nuestros buenos amigos de siempre, quienes repitieron la rutina de golpear primero a William mientras me retenían para que aguardara mi turno. Ver a mi hermano tirado en ese charco de lodo y nieve, con el labio partido y la dignidad por el suelo me hizo hacer una locura... una que hasta hoy en día lamento.

— Deja a mi hermano, hijo de puta.

Saqué coraje de quien sabe dónde y tiré mi cabeza hacia atrás para golpear al chico que me sujetaba los brazos, su nariz empezó a sangrar y ante el asombro del resto de sus compañeros no reaccionó. En mi mano no traía más que una bolsa plástica con una botella de vidrió, pero la balancee para atestar un certero golpe en la cabeza del líder de los abusones, el cual calló al suelo de inmediato para no volver a levantarse.

Por unos segundos reinó el silencio en aquel callejón, todos miramos como el chico pataleó por unos instantes con la boca abierta ensangrentada y los abiertos como platos, hasta que se escuchó claramente su último suspiro.

— Lo mataste... tú... tú lo mataste.

No necesitaba que me lo dijeran, a pesar de no poder creer lo que había hecho algo dentro de mí me dijo que ese chico no volvería a levantarse... o en todo caso, no volvería a hablar sin babear.
Furiosos como leones heridos, los cuatro chicos restantes empezaron a perseguirnos por las calles del vecindario armados con palos, piedras e incluso una navaja... sí, nos darían el mismo destino que su amigo si nos alcanzaban. Le dije a William que vuelva a casa por un camino seguro y les cuente a nuestros padres lo ocurrido, mientras tanto yo despistaría a los abusones quienes siguiendo mi pronóstico, me persiguieron a toda prisa.

No tenía donde ir, sabía que los tenía pisándome los talones y la poca luz natural empezó a escasear envolviendo las calles en una amenazante penumbra. Solo me guiaba por las luces de las casas y por el impulso que el miedo generaba en mí persona. Agotado me recosté contra una pared a recuperar el aire, me preguntaba si nuestros padres habrían llamado a la policía... ¿Iría a la cárcel por haber matado a un chico?

— ¡Ahí está!

La voz de uno de mis perseguidores me hizo retomar la marcha con más prisa, buscando la salvación en algún callejón o escondite, pero todo fue en vano. Cuando sentía que mis piernas ya no daban para más y empezaba a tropezarme, alcé la vista a una casa modesta pero bonita de dos plantas, allí había una ventana abierta en lo que parecía ser el ático y la luz titilante de una vela.
No lo dudé ni un segundo y salté al muro de la casa, corriendo mientras hacía equilibro sobre este y de un saltó llegué hasta la ventana. Tal y como había pensado era el ático; mis perseguidores intentaron entrar por el portón, pero los gruñidos y ladridos de un perro del que ni yo me había percatado los terminó por convencer que dieran la vuelta.

Me recosté contra unos muebles y cerré los ojos para respirar agitado, aún tenía miedo pero el interior de aquella oscura habitación me trajo cierta paz. Entonces recordé que no estaba en total oscuridad, sino que antes de entrar había visto la luz de una vela... incluso con los ojos cerrados podía notar el tenue brillo anaranjado del fuego.
Lentamente abrí los ojos temiendo encontrarme con el dueño de casa, listo para botarme a la calle y abandonarme a mi cruel destino, pero ante mí había una niña de ojos demasiado grandes para una asiática, cabello oscuro y un aura angelical que me causó ternura. Debía tener unos siete años de edad y me miraba con tanta curiosidad que me di cuenta que no tenía miedo, sino que aprovechó para acercarse a mí mientras yo tenía los ojos cerrados.

Me puse el índice en los labios y le pedí silencio, temiendo que se le escapara un grito ante mi invasión. Procuré ser simpático y restar importancia a mi presencia allí, pero nunca fui muy carismático con los menores. Aun así ante mi tonta pregunta de "¿Qué haces aquí sola a esta hora?" la niña sonrió y se puso de pie para traer un plato con galletas y un vaso de leche que había sobre una caja de cartón. Me los extendió y con la voz más dulce que nunca antes había oído me dijo.

— Esperaba a Santa para darle esto personalmente, pero te lo obsequio... parece que lo necesitas más que él.

Arthur's DiaryWhere stories live. Discover now