Despedimos a Sobe como guía turístico.

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La muchacha viró su cabeza hacia nosotros presenciando no sé muy bien qué, estábamos ocultos a la perfección. Detuvo la marcha y endureció los hombros en posición alerta. Descendió del caballo y escudriñó con ojos profundos la maleza. Llevaba un vestido opaco que sólo le dejaba ver la punta de sus botas y la tela estaba tan gastada que ni siquiera se podía adivinar su color original. La capa le cubría el rostro y cuando se la echó atrás pude ver cómo cabellos rizados y azabaches le contorneaban las mejillas.

—¿Hola? —preguntó con voz ronca.

Era una voz tan rasposa y seca que no parecía suya. Era una voz avejentada y derrotada, parecía haber estado años sin usarse.

«No se muevan»

Vocalizó Petra mientras ambos asentíamos absortos y agazapados detrás de la maleza.

—Sé... —se corrigió la garganta con una mueca de dolor y condujo una de sus pálidas manos a su cuello— que están ahí.

Cada palabra que pronunciaba la muchacha era seguida por un pitido corto, agudo y computarizado. El rostro de Sobe se ensombreció, humedeció ansioso sus labios. Acaba de recordar algo y estaba a punto de meter la pata.

—Hola —dijo elevándose de nuestro escondite y restregándose el polvo de la ropa con aire armonioso.

La muchacha retrocedió, tendría unos quince años y mucho miedo. Observó los brazos de Sobe de un lado a otro. Al escuchar las palabras otro mundo yo me esperaba cosas como naves espaciales o edades de piedra con seres verdes de tentáculos amarillos. Pero estábamos en un bosque normal, con una chica que hubiese pasado como una colegiala disfrazada de mendiga medieval. Aunque no tenía tentáculos no estaba mal. La chica era muy hermosa, sólo tenía algo extraño en la mirada, algo que no terminaba de cerrarme. Su tez era pálida como la nieve, sus pestañas negras y espesas le contorneaban la mirada como nubes bordeando la luna, era muy delgada y tenía comprimidos sus finos labios.

—¿Rebeldes? —inquirió y el pitido computarizado sonó otra vez.

—No sé a qué te refieres, únicamente quería preguntarte algo.

—No tienes marcador —advirtió ella y tres pitidos resonaron en la quietud del bosque.

La muchacha descubrió su brazo derecho y exhibió una computadora que le recorría gran parte de la muñeca. La computadora parecía llevar mucho tiempo allí, estaba un poco gastada y el metal de los bordes era de un plateado herrumbroso. Además de que literalmente se veía clavada en su piel, tensándola e irritándola. Tenía una pantalla que ocupaba gran parte del aparato y marcaba con números rojos:

+578

—Sí, lo sé —respondió Sobe—. Pero no somos rebeldes.

—¿Somos?

Pitido, el número cambió. La computadora de su brazo emitió aquel sonido.

+577

Sobe hizo una mueca y miró hacia nosotros, Petra lo fulminó con la mirada. Suspiró resignada, me observó como diciendo «Qué esperas, levántate», se elevó del escondite a regañadientes y yo hice lo mismo.

La mirada de la chica se iluminó, apartó algunos matorrales de su camino y se aproximó entusiasmada hacia nosotros, sin ver nada más que nuestra presencia. Cogió la muñeca de Sobe y los brazaletes de Petra, justo en el sitio donde ella tenía la computadora. Los escudriñaba como si fueran unos bichos raros y como si ella hubiera estado esperando toda una vida para toparse con uno. Sus ojos rezumaban entusiasmo. Luego de examinar sus antebrazos atisbó rápidamente la manera en que estaban vestidos pero eso no captó mucho su atención. Sus ojos regresaron a los brazos de Petra y Sobe como si estos los llamaran con magnetismo.

Las malas acciones de Jonás Brown [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora