El viento había cesado y ahora los copos caían con lentitud.

Eché un último vistazo antes de volver a mi rutina, llenado mis pulmones con el frío aire.

Un grito, precedido de un ruido sordo, me hizo mirar en la dirección por donde se había marchado la anciana.

El pavimento resbaladizo le había jugado una mala pasada y, a pesar de que había conseguido mantener el equilibrio aferrándose a una de las farolas, su compra se había diseminado por completo por todo lo largo y ancho de la acera.

Me acerqué a ella con pasos cautos, para no convertirme en la próxima víctima del hielo y empecé a recoger las naranjas que contrastaban sobre el suelo.

─¿Se ha hecho daño, señora?

─No ─Me miró aún con el pánico dibujado en las arrugas de su rostro─. Gracias.

Volví a llenar una de las bolsas de plástico con cuatro yogures, tres naranjas y un paquete de jamón y se la acerqué.

─No se mueva, permítame que la ayude.

Ella me sonrió aliviada y su respiración se sosegó.

─Es un consuelo ver que aún quedan caballeros en este mundo.

Me limité a esbozar una sonrisa, a la vez que recogía una botella de agua.

─Creo que debería coger un taxi para llegar a casa sana y salva ─Le entregué la última bolsa con el resto de su compra.

─Gracias, joven, pero vivo en aquel portal ─Señaló una puerta de hierro forjado.

─Permítame entonces acompañarla hasta allí.

─Muy amable.

Se aferró a mi brazo con fuerza y anduvimos un par de pasos con cautela.

Mis ojos recorrieron la calle para asegurarse de que toda la comida había vuelto a ser depositada en las bolsas y una esfera anaranjada reclamó mi atención.

Paré en secó.

─¿Qué ocurre?

─No se mueva de aquí, hay una naranja que ha querido darse a la fuga ─Sonreí con dulzura.

El esquivo cítrico había rodado por la nieve sucia de la carretera.

Por suerte para mí, la falta de tráfico lo había dejado intacto.

Sin dudarlo un segundo, y movido por mi repentina caballerosidad, caminé hasta el centro de la gran avenida y me incliné para tomar entre mis fríos dedos la naranja.

Sonreí.

Lo que sucedió a continuación pasó muy rápido.

Unas luces brillantes, un grito desgarrador, un frenazo hmedo sobre la nieve y el dolor más intenso que jamás he experimentado.

Sentí cómo mi cuerpo volaba por los aires y aterrizaba sobre la blanca nieve de la acera de enfrente.

La humedad del hielo caló automáticamente en mi chaqueta, filtrándose por mi espalda y mis ojos no veían más que el cielo gris.

El dolor dio paso al frío en una milésima de segundo y una idea fugaz se instauró en mi lúcida mente.

Me estaba muriendo.

Un miedo atroz hizo que mi corazón se detuviera. No temía a la muerte, sino a dejar desamparadas a mi mujer y a mis dos hijas.

Ante mis inexpresivos ojos, pasaron todas mis vivencias a una velocidad vertiginosa, empezando por aquel instante y terminando por el día de mi nacimiento.

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⏰ Last updated: Jul 16, 2017 ⏰

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