1. Comienzos

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Septiembre vino con fuerza, la calidez de los días veraniegos no tardó en esfumarse y dejar paso a la temporada de frío y viento. A mí, que las temperaturas no me molestan, el que todo se volviera más gris, oscuro y algo deprimente me alegraba; me hacía sentir como en casa. No nuestra nueva casa de dos plantas con sótano y jardín trasero, sino al hogar en el que nos criamos los primeros años de vida; la casa de mi abuelo materno. Si bien no pasamos mucho tiempo allí, cada vez que se daban ciertas condiciones climáticas ―la oscuridad, el frío, la lluvia― yo volvía a trasportarme a cuando era un crío y correteaba por los largos pasillos de piedra bajo las luces titilantes de las velas que sujetaban los candelabros.

Amaneció con niebla, no demasiado densa pero sí lo suficiente como para crear la sensación de ir navegando por un pueblo fantasmal en un viejo autobús escolar.

―Anoche echaron un maratón de pelis de terror ―comentó Joe a mi lado.

―¿Lo viste?

―Por supuesto.

Sus ojeras, más marcadas que de costumbre, eran prueba de ello.

―No me parece bien que emitan las cosas chulas entre semana. Nadie puede quedarse a ver nada porque al día siguiente trabajan. Es de idiotas.

―Sí ―añadió con un suspiro―, algún día trabajaremos eligiendo la programación de la tele, y entonces el terror tendrá el lugar que se merece.

Me reí ante su dramatismo. Joe era un gran amante del terror, el gore y las cosas consideradas freaks por los demás compañeros de instituto, en parte por eso fue la única persona con la que trabé amistad cuando empezaron las clases. Mudarse de casa es un proceso complejo, embalar todas las cosas y asegurarte de que llegan de una pieza hasta el nuevo hogar. Mudarse de ciudad es un tragedia griega, hay demasiadas cosas que dejas atrás y aunque haya promesas de seguir siendo amigos, tarde o temprano se rompen, como los jarrones mal embalados. Pero mudarse de continente es una locura, abandonar una forma de vida para adaptarse a una nueva. Eso era lo que habíamos hecho.

―Tío, estás muy serio ―dijo Joe.

―Estaba pensando en ―contesté con lentitud mientras mi miraba se perdía en los recuerdos.

Mi amigo miró alrededor para cerciorarse de que ningún otro estudiante en el autobús le escuchaba decir en voz baja:

―El circo.

Asentí notando que la niebla, el paisaje gris y el frío no eran suficientes para mantener la sensación cándida del hogar. La nostalgia fue abriéndose paso como un abusón en el pasillo, hasta que el bajón sobrevino y me empecé a sentir triste. Una vibración sonó a mi lado y Joe se llevó la mano al pantalón para sacar el móvil. Todo el mundo en este pueblucho tenía móviles, todos menos nosotros.

―¿Algo interesante? ―pregunté al ver la cara de interés que ponía al leer el mensaje.

―No demasiado ―apagó la pantalla del dispositivo y lo volvió a guardar―. Han abierto el plazo de inscripción para las actividades extraescolares. ¿Vas a apuntarte a algo?

Yo negué con la cabeza. ¿Club de ajedrez?, ¿de ciencias?, ¿teatro?, ¿la banda del instituto?, ¿el coro?, ¿colaborar con el blog escolar? No era muy bueno en las actividades que requirieran pensar, no me gustaba el teatro ni cantar; tampoco se me daba bien trabajar en equipo y eso afectaba a los deportes. Sí, se me daba de miedo el correr, mi fuerza bruta era fuera de lo normal y mi resistencia envidiable, pero no podía usarlas cerca de nadie.

―Yo tampoco. Son un tostón ―sentenció.

Nos fuimos acercando al recinto donde la enorme silueta del instituto Mount View se desdibujaba entre la sutil neblina. Tras aparcar el autobús abrió sus puertas y los alumnos, como condenados a la horca, fuimos saliendo con un ritmo pausado. A nadie le apetecía dar clase.

Talbot. Mi segunda vida.Dove le storie prendono vita. Scoprilo ora