PRÓLOGO

250 9 4
                                    

La noche siempre fue su momento predilecto del día. El instante en que el sol se escondía dejando paso a una oscuridad infinita era el único momento del día en que se permitía ser él mismo.

Los recuerdos acudían a su memoria como una tormenta. Pausadamente, los iba poniendo en orden. Cada vez tenía mucha más práctica y lo hacía de manera más automática. Lo había intentado de maneras diferentes, incluso cambiando aquellos momentos que lo disgustaban más. Por muchos intentos o cambios que hiciera el resultado siempre era él mismo: un dolor agonizante que le partía el alma en dos.

Los recuerdos siempre eran los mismos y casi más se asemejaban a un sueño, pues los veía desde la distancia, como un mero espectador.

Se encontraba en una habitación iluminada por la luz del atardecer. Era una habitación amplia y espaciosa con ventanales que ocupaban toda la pared. Enfrente de las ventanas unas grandes puertas de madera de roble macizo ofrecían a la sala un aspecto señorial y de distinción. En el interior de la habitación la decoración era más bien escasa, salvo por el enorme espejo de pie que presidía el centro de la habitación, una butaca y una mesa con una botella de cava y dos copas llenas hasta arriba.

Enfrente del espejo una enorme figura vestida de traje se miraba fijamente en éste. Poseía una tez morena, con una cabellera larga que le terminaba un poco per debajo de los hombres perfectamente cepillada. Las facciones de su cara eran una mezcla entre ese momento en que dejas de ser un niño para convertirte en un hombre dueño de tu destino. Unos profundos ojos verdes quedaban enmarcados en sus facciones. Unos ojos que se miraban fijamente en el espejo. A simple vista no se podía distinguir, pero si se paraba a pensarlo detenidamente eran unos ojos llenos de miedo e inseguridad.

El hombre que había enfrente del espejo no era otro que él mismo. Sólo es que no se reconocía, a pesar del miedo que inundaban sus ojos podía ver que era un hombre que era feliz y que poseía todo aquello que le pedía a la vida. Era imposible que se viera reflejado en él. No recordaba lo que era ser feliz y mucho menos tener todo aquello que uno siempre había querido.

Desde hacía tiempo era un ser desdichado sin ninguna ilusión, esperanza ni expectativa o meta en la vida. Se había convertido en un simple esclavo de la rutina. Era protagonista de una vida de la que no tenía las riendas. Una vida que otros se encargaban de gestionar por él.

- No puedo creer que vayas a hacerlo.

Tras él, sentado en la butaca, se levantó un hombre de estatura un poco inferior que él. Sus facciones mostraban claramente signos de que aun era un niño joven, inocente e inexperto, pero ambos compartían aquellos profundos ojos verdes penetrantes. Era su hermano pequeño, el cual, a pesar de todos los quebraderos de cabeza que le había ocasionado durante tanto tiempo no hubo momento en que no le mostrara su apoyo y amor incondicional.

- Estoy completamente asustado, Jem. Si lo pienso mucho rompo esa cristalera y salgo corriendo.

Jem no era su verdadero nombre ya que éste era Jeremiah. Nunca había soportado su nombre completo y desde bien pequeños se habían acortado sus respectivos nombres. Los únicos que les llamaban por sus nombres completos eran sus padres. En su vida en concreto, a partir de aquel día iba a haber una persona más que se referiría a él por su nombre, Tarik.

- Vamos, Tar. Es la mujer de tus sueños. Llevas tiempo diciéndolo, o al menos yo lo he oído en innumerables ocasiones.

Pensar en ella era evocar la felicidad más absoluta que jamás había sentido. Gwen fue el pilar en el que había llegado a sostener su existencia. Para él nunca había habido ni habría nadie más. Por esa razón, en la que ella lo era todo para él decidió, mucho tiempo atrás, que fuese su compañera para siempre de la que no se separaría jamás.

- Aún y así sigo teniendo miedo de muchas cosas. Me sigo haciendo muchas preguntas. ¿Y si no estoy a la altura?¿Y si no llego a cumplir sus expectativas?

- Todo eso no lo puedes saber si no te lanzas y te arriesgas con ello.

La sinceridad de Jem era algo a lo que siempre había dado mucha importancia. Era de esas personas que no tienen ningún tipo de filtro ni ningún tipo de reparo en decir aquello que piensan. También era de esas personas que tenían la convicción de que si aquellas cosas que él decía herían u ofendían en modo alguno era culpa suya sino de la persona que recibía el comentario.

Por un momento se salió del recuerdo. Volvía a estar en el momento actual. De nuevo tenia la oscuridad de la noche enfrente de él. Respiró profundamente y exhaló con fuerza. Disfrutó de la soledad que reinaba en la ciudad y del silencio que se había adueñado de las calles. Se puso de pie y con la misma facilidad que un malabarista cambia la vara de manos saltó de la azotea donde se encontraba a una que se encontraba relativamente alejada. Buscaba estar más cerca del mar. La brisa marina y el olor del agua salada cerca de él le permitían conectar mejor con su parte interna, aquello que nunca compartiría con nadie.

Se encontraba de nuevo en la visión de un suceso pasado tiempo atrás. La escenificación había cambiado relativamente. Seguía en la misma habitación aunque ahora la luz era un poco más tenue que antes. Estaba completamente solo, se giró sobre si mismo dando la espalda al espejo creyendo que Jem seguía sentado en la butaca, pero no era así. Las copas estaban completamente vacías, al igual que la botella de cava. Supo que era el momento en que debía dar el paso. Se acercó a las enormes puertas de roble macizo y las empujó.

La sala que tenía ante él no se parecía en nada a la que se imaginó en algún momento. Estaba todo completamente a oscuras, simplemente las velas del altar eran las únicas que iluminaban tenuemente el altar. Fue poco a poco, cogiendo aire y conciencia de lo que estaba haciendo. En los bancos donde debían estar los invitados no había absolutamente nadie. Unas sombras se dibujaban al contraluz de la iluminación.

Reconoció al momento la figura de su padre y de su madre en los bancos de enfrente. Imaginaba que en su interior había una mezcla de expectación y nervios. Nunca consideraron que Tarik fuera de aquellos hombres que se ligaran a una sola mujer para toda su vida, que buscasen una compañera. Había otras dos figuras más cerca del altar que supo sin lugar a dudas que se trataba de Gwen y Jem.

Cuando empezó a andar por el gran pasillo central las luces de la sala se iluminaron súbitamente. Lo que presenció era aquello que no conseguía cambiar de ninguna de las maneras posibles. Eran las imágenes que llevaban años atormentándolo y la consecuencia de que llevase la vida que vivía actualmente.

Sus padres sentados en los bancos del principio se encontraban con la vista perdida y la boca abierta. Al acercarse a ellos observó que ambos estaban unidos por la hoja de una hoz. El miedo estaba dibujado en su rostro. Era el último sentimiento que habían vivido antes de morir.

Al acercarse al altar observó que Jem se encontraba sobre un enorme charco de sangre. Tenia en la espada clavado el crucifijo de oro macizo que en algún momento adornaba el altar.

No lograba entenderlo, su hermano y sus padres estaban muertos en el que se suponía que iba a ser un día memorable. Se acercó con paso vacilante hacia Gwen. Su destino no había sido mucho mejor que el de sus progenitores o el de su hermano. Permanecía de pie, apoyada levemente sobre los taburetes donde iban s sentarse a pronunciar sus votos. Estaba completamente rígida. Aún no sabía como, pero sacó el valor para ir corriendo hacia ella y cogerla en brazos pocos segundos antes de que se desplomara por su propio peso. Le habían seccionado el cuello con su propia gargantilla. La gargantilla que él mismo le compró para ese día tan especial. La miró fijamente. Observó, mirándola a ella como el amor de su vida y los seres que más quería en ese mundo ya no iban a estar. Un reguero de sangre le recorría las mejillas como si estuviera llorando por haberle abandonado.

Unos aplausos lo sacaron de su ensimismamiento y del dolor interior que estaba sufriendo en ese momento. Se giró y vio la silueta de una mujer completamente vestida de negro. Una gran pamela con un velo oscuro le tapaban la cara, lo único que podía distinguirse era una larga melena oscura. Con una gran elegancia se levantó del banco que ocupaba al final de la sala, por donde él había pasado hacía apenas unos minutos y se acercó hacia él.

- Ahora eres mio - le dijo al mismo tiempo que le ponía una mano sobre los hombros a modo de consuelo.

Los siervos de Anubis I. TarikWhere stories live. Discover now