El Secreto de las Cuartetas (Prefacio y primer cap.)

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PREFACIO

Corría el año 1539. Michel deambulaba por la campiña francesa sanando a sus compatriotas. La peste acababa de arrebatarle a su esposa e hijos y la desesperación lo impulsaba a utilizar los estudios de medicina en pro de evitar que una desgracia similar se cerniera sobre otras familias. Por aquel entonces poseía ya una visión de la vida adelantada a su tiempo, su espíritu libre volaba veloz ante el retraso de la sociedad y su prolífica mente estaba a punto de despertar al destino reservado para él. Durante su constante deambular por los caminos había adquirido grandes conocimientos terapéuticos a partir de las plantas y se había curtido en las artes ocultas y cabalísticas gracias a largas conversaciones con místicos peregrinos al cobijo de la hoguera.

Esa fresca mañana otoñal, Michel avanzaba por la alfombra de hiedra que se adentraba en un espeso bosque donde el silencio sólo era interrumpido por el murmullo anunciador de un riachuelo cercano. Las aspas del sol formaban barras de luz horizontal que se colaban por entre el follaje de altos árboles azotados por el viento y conferían un verdor esplendoroso a las mil hierbas y matorrales que tapizaban el suelo. A lo lejos, una mujer vestida con andrajos caminaba despacio. Tras el duro viaje desde su España natal en busca de Michel, por fin estaba a punto de alcanzarlo. Eran tiempos distintos, recorrer la distancia entre los dos países significaba un desafío a las adversidades climáticas y a los interminables kilómetros a pie por los Pirineos. Marta llevaba mucho tiempo preparándose para ese encuentro y, a sus dieciocho años, era una joven fuerte y dotada de la habilidad necesaria para sortear todos los escollos. Conocía de sobra los riegos ocultos de su cometido y los acataba con agrado. Ellos eran la piedra angular de un futuro muy lejano, su encuentro era inevitable, necesario, importante.

A escasos metros de distancia, Marta se detuvo un instante, el corazón se había revelado como un furioso tambor que aporreaba la caja torácica. ¡Llevaba tantos años esperando ese momento! Varias lágrimas de emoción cuajaron en sus ojos color avellana y cruzaron suntuosos caminos en el rostro ovalado, donde sus rasgos desiguales conferían una belleza exótica a aquella tez bronceada gracias a las largas caminatas bajo la justicia del sol. La nariz era tan recta que parecía la reencarnación de un triángulo, se abría bajo dos inmensos ojos de cuenca alargada coronados por unas cejas demasiado pobladas. El viento despeinaba la cabellera negra azabache que caía lacia sobre la rectitud de sus hombros.

Marta levantó la mano a modo de saludo, el pulso se resistía a moverse sin ser presa de innumerables tembleques al descubrir la inteligencia en la mirada serena de Michel, la perfección de sus facciones ensombrecidas por la desgracia y su firme determinación de erradicar la epidemia que azotaba a la indefensa población.

—Vaya con Dios, señora.

Michel se detuvo a observarla embelesado. El cuerpo recubierto con ropajes raídos y sucios mostraba una delgadez extrema, se la adivinaba exhausta, al borde de la inanición, sin embargo su hermosura deslumbraba. A pesar de la ropa mohosa exhalaba un suave aroma a limpio, como si acabara de bañarse en agua de rosas.

—Buenos días, caballero.

Marta se acercó con las pupilas centelleantes. El estómago se le comprimió por la impresión cuando Michel la abrazó poseído por una fuerza sobrenatural, como si el mundo se hubiera convertido en una única necesidad: la de abrazarla, poseerla y hacerla suya. Sobraban las palabras. Fue un amor repentino, una lujuria dictada por el destino, y ambos cedieron a la pasión bajo la sombra de los árboles, donde yacieron como un solo ser durante largas horas.

El sol de la tarde empezó a ocultarse tras las colinas. Michel, agotado por el lance amoroso, se dejó mecer por el sueño con el cálido cuerpo de Marta arrebujado a su lado. Se había enamorado locamente de aquella muchacha y sentirla tan cerca reconfortaba su alma herida por las desgracias que la vida le había deparado. A partir de ese instante hallaría la felicidad perdida, ya nada podría arrebatarle la dicha.

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