Además, no era la primera vez que algo como eso le pasaba.

―Y acuérdate de poner una lavadora.

«También me alegra que aprobara...»

Su madre regresó a su arduo trabajo de ver los culebrones en la sala de estar. Como cada tarde desde que tenía uso de razón, la chica sin protestar o decirle algo se puso a su quehacer. No sin antes haberse limpiado y curado las heridas de sus rodillas. Fue a su habitación y se colocó la ropa que solía usar para la limpieza. Buscó todo lo que iba a necesitar y después comenzó a limpiar.

Su madre reía de vez en cuando mientras la chica hacía un trabajo que las madres deberían hacer. Le era difícil y pesado, sobre todo porque en ocasiones le tocaba mover muebles con el triple de tamaño que ella. Pero lo hacía, porque simplemente era un trabajo que le tocaba, por así decirlo. Aimé no hacía nada, ni siquiera la comida o poner una simple lavadora de ropa.

Todo le tocaba a su única hija.

«Y acuérdate de poner una lavadora...»

―Ni siquiera me dijo nada por lo de la prueba ―las gafas de la chica se empañaron por las lágrimas, se las quitó y las limpió con un pañuelo―. En fin, debo hacer la cena.

Después de terminar la limpieza de la casa se dedicó al completo a preparar la cena. Su padrastro no tardaría en llegar del trabajo y su madre estaría hecha una furia si no tenía lista la comida para su esposo.

―¿Está listo, ya?

Aimé entró a la cocina, envuelta en un albornoz, pantuflas que se veían muy cómodas y con una mascarilla de color verde en la cara.

―Si, ya he terminado.

―Bien, ve a ducharte y luego bajas a comer. Apestas a suciedad.

La joven no hizo el menor comentario, esperó a que su madre dejara la cocina y después se fue al único sitio donde sentía que podía descansar.

Su habitación.

―Al fin, ha sido un día largo ―se tiró a la cama de espaldas.

Su cuerpo enseguida agradeció algo de comodidad. Tenía hambre pero no podría comer hasta que se duchara y su padrastro estuviera en casa. No faltaba mucho para eso. Se despegó de la cama con dificultad y se metió a la ducha.

La chica no entendía por qué sus padres se habían separado cuando ella sólo tenía seis años. Aimé se la llevó lejos de su familia paterna y de su padre no volvió a saber nada. Hasta hacía cinco años, donde supo que se había casado y que tenía una hija a la cual adoraba. De ella ya ni siquiera se acordaba. No tenía ninguna hija más.

La única vez que habló con ella fue para decirle que no había otra hija además de Dayanne. Le rompió el corazón pero jamás se lo hizo saber a su madre. Por las redes sociales se hizo amiga de la chica Dayanne, todo para poder ver la felicidad que ella no pudo tener con su padre. Había pasado muchos años en los cuales su madre se iba de fiesta y la dejaba sola en casa. Desde muy pequeña fue independiente y se buscaba la comida, preparaba sus cosas para el colegio y todo iba bien hasta que se topó con una chica. Ursula.

Sólo de recordar su nombre las terminaciones nerviosas de su cuerpo se activaban, sus vellos del cuerpo se erizaban y su pecho sentía un vacío. Como si los nervios crecieran en su interior.

―Mañana... mañana empiezo de nuevo ―terminó de darse el baño y se puso ropa de dormir. No tenía ganas de ir a otra academia.

Sentía miedo de pasar todo de nuevo.

Nunca le fue muy bien ser la nueva. A cada oportunidad se metían con ella. ¿Sería por su aspecto?

Las mismas preguntas que se hacía cada vez que se veía al espejo. Tes pálida, cabello negro, ojos ambarinos protegidos por unas gafas...

Sus labios escondían unos brackets, no tenía mal cuerpo pero la ropa que usaba no le favorecía nada. Pantalones holgados, sudaderas dos tallas más de las necesarias. No se maquillaba, no arreglaba su cabello.

―Tal vez si soy rara ―se dijo a sí misma con media sonrisa.


―¿Ves? Eso es lo que tienes qué hacer. Estar en el suelo cómo la chica inferior que eres.

Cada pisotón que recibía lastimaba sus manos que inútilmente intentaban proteger su cabeza. Cada jalón de cabello la envolvía en un dolor tormentoso.

Y su voz no salía. Nunca salía.

―Ahora, seguro tienes sed, ¿no?

Su sonrisa de dientes blancos y perfectos la asustó, sin miramientos la tomó del pelo y la obligó a meter la cabeza en uno de los inodoros. Su boca permanecía cerrada, no quería que aquella agua sucia entrara en su boca. Pero la chica de cabellos dorados se había percatado de aquello, por ello no tuvo contemplaciones en patearla en el estómago.

El agua ahogó aquel grito, cuando pensó que iba a ahogarse y descansar por fin de aquella tortura el aire volvió a sus pulmones.

Tosía y trataba de estabilizarse. Sus manos temblaban sin control, igual que ella.

―¡Ursula, es hora!

Alguien gritó fuera de los baños. Señal de salvación para la chica que seguía tosiendo agarrada al inodoro.

―Parece que te has salvado, pero recuerda: mañana sufrirás más ―susurró las palabras con un deje de maldad en el oído de la chica. La pateó alejándose de ella y se fue muy sonriente agitando su cabello brillante, luciendo su impecable uniforme y su figura curvilínea.

La agredida no dijo nada, solo se mantuvo cabizbaja.


(...) despertó a media noche, empapada en sudor y con temblor frío en el cuerpo.

―Era un sueño, tranquila (...) ―se decía a sí misma.

Las pesadillas llegaban a ella como cada noche, pero de algo estaba segura. Ursula jamás volvería a tocarla.

Claro que no. Estando muerta y enterrada jamás le volvería a tocar un pelo.

BlueBerry (EDITANDO)Where stories live. Discover now