Una noche de maraqueo

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José Lorenzo Martínez ese día leyó, después de mucho tiempo, su nombre garabateado de modo que parecía escrito por las patas de un gallo; el nombre que hacía mucho tiempo no era pronunciado. Todo él se había vuelto un montón de datos en un papel amarillento, a tinta negra escrito, entre otros muchos que se confundían.

Negó con la cabeza.

—Al carajo —dijo, mientras con un manotazo inconsciente mataba al chipo que le ascendía por el cuello desnudo—. Todos nos vamos p'al carajo.

Escuchó una risotada cerca de él... más que carcajadas, se le asemejaron al ruido de un carro viejo. No se molestó en volver la cabeza, sino que permaneció recostado como estaba de la pared, sabiendo que bastaría cambiar un poco de posición para perder el sonido del río corriendo.

Respiró el acre aroma al que ya se había acostumbrado: orine, heces y descomposición; en medio de aquél ambiente deprimente, el olor de la muerte.

—Primo, vos estái' pelando —tosió el otro, tras soltar un gargajo, desde algún rincón de la oscuridad—. Hace rato que estamos ahí.

Y ninguno de los cuatro se atrevió a contradecirle. Ni siquiera Medina, el más optimista de todos, logró pronunciar una palabra que les levantase el ánimo o les hiciese reír; no le quedaban ganas luego de que le arreasen unos cuantos planazos esa mañana.

Se sentía como tener en las manos un aviso mortuorio, la inscripción de sus lápidas. No sabían quién había sido el de la idea, simplemente llegó a ellos durante susurros en los trabajos forzados y, aunque El Guaro mostró al instante su desacuerdo, por sugerencia de Alcides habían decidido hacerlo; el resultado fue contrario al esperado.

"Escriban, escriban para que permanezca en la memoria", había dicho el viejo desde su esquina en la celda, entre los delirios del estado febril, hacía unos minutos. Entonces así hicieron; con un bolígrafo de El Marabino y el papel que mantenía Alcides en el bolsillo —un encargo que le habían dejado para enviar por el telégrafo; única posesión que mantenía desde su traslado de la Cárcel Modelo—, escribieron por orden sus nombres y sus edades; sus profesiones y sus ciudades natales... todo con el fin de permanecer en el recuerdo.

¿Pero en el recuerdo de quién? ¿De un pueblo que ya los había abandonado?

—¡Ah, malhaya sea! ¿Saben lo que me dijo un guardia en el cuarto de las bicicletas? —preguntó El Guaro, siendo el único que, incluso con ese calor asfixiante, tenía la energía para caminar entre esas cuatro paredes y seguir de hablachento. Ni siquiera el mismo Marabino, acostumbrado a altas temperaturas y siempre tan gustoso de contar cualquier historia que se le ocurriese, se atrevía a levantarse de donde estaba—. "Nosotros no estamos aquí para hacer héroes" —citó, con voz gangosa, buscando echarles en cara lo absurdo de lo que habían hecho.

Y es que tenía que aprovechar, pues, que el estado de Alcides había agravado tanto y que el pobre Medina no podía hacerse cargo, en plena llorantina por sus heridas, de bajarle la fiebre al viejo achacoso. Era su oportunidad para asumir el liderazgo de ese pequeño pueblo de cinco al que pertenecía, por el que tan encarnizadamente luchaba con el telegrafista... Sin embargo, atontados como estaban sus dos oyentes, pronto se dio cuenta de que ninguno le prestaba atención. Masculló entre dientes algo que ninguno entendió y se dejó caer, enfurruñado, al lado de Martínez.

Esa era una noche de las que llamaban "de maraqueo", en honor al Marabino y su intento por decir macareo; cuando el Orinoco sonaba con una fuerza superior a la habitual y sobre ellos se intensificaba más que nunca la nostalgia por la libertad, los recuerdos reprimidos salían como granos de un costal roto. Se había empeorado con la idea del papel, que enmarcaba todo lo que estaban tratando de mantener sellado bajo sus sobrenombres.

Una noche de maraqueoWhere stories live. Discover now