— ¿Qué tienes que decirme? —le dijo con una calma forzada.

El hombre saltó del susto, no la había oído. Se dio vuelta, mientras cortaba el teléfono. No obstante y por desgracia, escuchó unas palabras de Erika y la mujer supo con certeza que no se equivocaba.

—Nada —balbuceó Franco.

— ¡Estás hablando con Erika! —estalló de repente y le lanzó el jabón por la cabeza, que ni sabía que todavía aferraba en su mano.

Franco decidió decirle la verdad.

—Sí, espera... Cálmate.

— ¡No voy a calmarme! ¡Has estado con ella, lo sé! ¡Te has acostado con ella, maldito degenerado! ¡Seguro que hasta delante de tu propio hijo! ¡Te odio! ¡Te odio! ¡¿Cómo has podido hacerme esto?! —Mientras gritaba le lanzaba cosas que el hombre esquivaba con sus brazos.

El niño lloraba en el piso inferior, desde su corralito.

— ¡Basta! ¡Estás confundiendo todo! —gritó el hombre e intentó acercarse a ella.

— ¡Si quieres irte con ella, vete! ¡Vete! ¡Fuera de mi vista! —Franco intentaba quitarle un adorno de vidrio que representaba a una pareja de enamorados. Mientras que Paula lo empujaba contra la puerta. Logró sacarlo del cuarto y le cerró la puerta en la cara, sin embargo perdió la posesión del adorno.

— ¡Tienes que escucharme, Paula! Déjame entrar —gritaba Franco.

La mujer se colocó mejor la toalla en torno a ella y se sentó en la cama, para recuperar el aliento. El cabello caía por sus hombros, mojándole la espalda. Entonces fue cuando recordó el arma. Franco la había comprado luego de un robo que habían sufrido cuando se cambiaron de casa. Ella había protestado, no le gustaban las armas y no quería una en casa, pero el hombre no la había escuchado.

Como sonámbula se levantó y abrió el ropero, en la parte alta, escondida entre unas toallas, estaba el arma. La miró fascinada. Por un momento había creído que no estaba allí... Había deseado que no estuviera allí... Sin embargo, ahora estaba entre sus manos.

Temblaba entera, atrapada por el poder que le daba el objeto. No pensó con claridad qué iba a hacer con ella. Sólo la miraba, como fascinada.

Franco, por su parte, aún gritaba desde la puerta, golpeando con todo su cuerpo contra ella para abrirla. Le gritaba a su esposa su inocencia. Él nunca la había engañado con nadie. Él la amaba. Sin embargo, Paula no escuchaba. Estaba ausente, como si su mente se hubiese desconectado de la realidad. Hasta que por fin, la madera de la puerta se astilló, y la puerta logró abrirse. Entonces se escuchó más claro el llanto del niño.

Paula estaba de espaldas a la puerta y al principio no vio el arma.

— ¡Tienes que escucharme, cariño! ¡Te juro que jamás te he engañado con nadie! ¡Y menos con Erika!

— ¡Mentiroso! ¡Siempre el mismo mentiroso! —gritó Paula y al darse vuelta Franco vio el arma, colgando de su mano. Se quedó inmóvil y el terror apareció en su rostro.

—Deja eso, Paula —dijo con seriedad.

—No... Los he escuchado, ya no tienes que mentirme. ¿Qué quiere ella que me digas? ¿Sobre sus relaciones? ¡Ya lo sé! ¡Ya no hace falta que te niegues, porque sé la verdad! Sé de sus planes... puedo imaginarlos, quieres irte con ella y el niño. Pues te aclaro algo, lo harás sobre mi cadáver —dijo Paula con una frialdad espeluznante.

—No lo hagas —sólo dijo Franco, creyó que su esposa iba a matarse. Sin embargo Paula no tenía esa intención—. No he hecho planes ni nada por el estilo. ¡Tienes que creerme! Estábamos... estábamos hablando sobre un médico para ti, un psiquiatra. Estamos muy preocupados por ti, cariño. Erika sólo quiere ayudarte.

PasitosWhere stories live. Discover now