1. Una mandrágora humana

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Severus Snape no podía ser caracterizado como un hombre paciente y cariñoso puesto que, después de años y años de infinita soledad en la que tuvo que ser el maldito títere de Dumbledore y hacerse pasar por mortífago, su alma y su corazón habían creado una profunda y dura coraza que le impedía demostrar sus sentimientos. Todo aquel que lo conocía e incluso que había intercambiado con él unas cuantas palabras de mera cortesía, sabía que, primero, no era cortés, y, segundo, no había nacido, definitivamente, para cuidar un bebé.

Sin embargo, la realidad a veces superaba hasta la mente más imaginativa que pudiese existir en el universo, porque era eso, precisamente, lo que estaba haciendo. Y allí estaban, con una expresión de verdadero terror plasmada en su rostro mientras sostenía en sus manos, con los brazos extendidos para mantener lo más alejado de su cuerpo posible a aquella mandrágora humana que lloraba, lloraba y lloraba haciendo que sus tímpanos pidieran clemencia mientras una fuerte migraña comenzaba a formarse en su cabeza y amenazaba con hacer estragos su cordura.

La escena, incluso desde su punto de vista, era patética. Allí se encontraba uno de los grandes héroes de la batalla contra el Señor Oscuro prefiriendo mil veces enfrentárselo a éste antes que tener que vérselas con aquella cosa que muchos llamaban bebé.

Sin embargo, él dudaba seriamente que aquello fuera humano. ¿Cómo algo tan pequeño podría ser tan ruidoso, molesto, quisquilloso y desesperante? No era normal. No entraba esa idea en las dimensiones de su mente llena de conocimiento. Era ridículo e increíble, pensar que existían muchas personas en el mundo que pudieran pensar que aquellas cosas chillonas fueran lo más hermoso del mundo. Cabía la posibilidad que el que él tenía en sus manos fuera la excepción, por supuesto, pero no lo creía.

Lloraba demasiado, desprendía un mal olor, tenía la nariz llena de moco, su rostro se contorsionaba de modo horroroso y se retorcía de tal manera que tenía que sostenerlo con mayor fuerza para impedir que cayera al suelo. ¡Y ya sus brazos se estaban acalambrando de estar desde hacía casi una hora en la misma posición!

Y seguía y seguía con ese llanto que no tenía lágrimas pero que era desgarrador. ¡No sabía qué hacer! Aquella cosa ni siquiera podía mantenerse de pié, no hablaba, no era consciente de lo que sucedía a su alrededor... o tal vez sí... él no tenía idea... ¡Por eso prefería mil veces tratar con adultos! Cualquiera (si no era estúpido) podía decirle lo que deseaba hablando o señalando (claro que eso no quería decir que él iba a traérselo). Pero un bebé mocoso, llorón y maloliente, no.

Había intentado colocarlo en la cama para poder mandar una lechuza al Ministerio rogando ayuda y, al dar solamente media vuelta para buscar tinta, una pluma y pergamino y volver, se lo había encontrado peligrosamente cerda del borde, listo para darse un buen golpe contra el suelo que seguramente le dejaría un terrible chichón que no haría más que hacerlo llorar con mayor fuerza. Y hubiera sido así si su cuerpo, a pesar de la edad, no se hubiera mantenido ágil y no hubiera dado un salto de mil demonios para atrapar a aquella cosa que se hacía llamar bebé.

Y allí estaba ahora, con aquella cosa entre sus manos y sus brazos adoloridos sin saber muy bien qué hacer.

Sin duda alguna, necesitaba ayuda con urgencia. Él no sabía qué hacer con un bebé y por eso tenía que llamar a alguien que supiera. ¿Pero a quién?

¿Dumbledore?

Lanzó un bufido. Aquel anciano podría adorar a sus alumnos pero dudaba que supiera más que él de cómo encargarse de un bebé. Seguramente tendría locas ocurrencias y la mandrágora humana que tenía en sus manos acabaría en peores condiciones que las actuales.

¿McGonagall?

Negó con la cabeza. ¿La pulcra, seria y vieja bruja como niñera de un mocoso llorón? Claro que no. La mujer saldría corriendo antes de eso.

¿Alguno de los otros profesores que trabajaban con él en el colegio?

¡Por favor! Unos eran más inútiles que otros. No había casi nadie que valiera verdaderamente la pena.

¿Madame Pomfrey?

La muy inútil ni siquiera preparaba sus pociones. Él tenía que hacerlo. Así que ¡No!

¿Rubeus Hagrid?

¡Por Merlín! ¿Cómo se le había ocurrido pensar en él siquiera?

¿A quién más conocía? ¿Narcisa Malfoy? Pero si esa mujer apenas había podido hacerse responsable de su hijo y sacarlo con vida de aquella guerra... Y tampoco podría decirse que había hecho un buen trabajo. Draco Malfoy podía asombrar con su idiotez cuando quería...

Pensó, pensó y siguió pensando.

¡MOLLY WEASLEY!

Esa rechoncha mujer había criado a muchos hijos. No muy bien, se podría añadir, pero él creía que la idiotez que se plasmaba en los hijos de la misma era una cuestión de genes. La cuestión era que aquella bruja desprendía un desesperante instinto maternal con todo el mundo y, estaba seguro, no tendría problemas en cuidar a la mandrágora humana...

Pero, de repente, recordó: Molly Weasley no habría tenido problema alguno si no estuviese en ese mismo instante en Rumania, visitando, con toda su familia, a su hijo. Tampoco podría llamar a la hija de ésta porque estaba pasando su Luna de Miel con Potter en quién sabe dónde. Cuando lo habían invitado a la boda había asistido sólo unos minutos antes de marcharse de allí completamente exasperado por tanta cursilería.

Agitó su mente, intentando concentrarse en lo que verdaderamente importaba.

Casi sin darse cuenta comenzó a caminar alrededor de la habitación lleno de desesperación. ¿A quién podía recurrir? ¿Quién más le quedaba?

¡Granger! ¡Eso era! Después de todo había leído tantos libros aquella tediosa sabelotodo. Algo tendría que saber de bebés, ¿no? Pero si era ese el caso, él había leído aún mucho más y no tenía idea alguna de cómo hacerse cargo de mocosos chillones. Sin embargo, Granger era mujer y se decía que las mujeres podían llegar a tener eso que llaman instinto maternal, cosa extraña y desconocida para él. La llamaría, estaba seguro que ella sabría algo... además, era la última opción que tenía.

Subió rápidamente a su habitación y volvió a colocar a la mandrágora humana en el centro de su cama, rodeando su cuerpecito con las almohadas que tenía y, además, colocando un hechizo alrededor de la cama para que, si se movía, no cayera al piso. Luego, invocó su patronus. Al ver a aquel animal blanco con forma de cierva el mocoso lloroso dejó de llorar.

Severus gruñó, molesto, mientras le lanzaba una de sus terroríficas miradas que podría hacer temblar hasta al más valiente mago del universo. Pero el niño, completamente ajeno a su persona, sólo miraba al animal blancuzco. De pronto, lanzo una risita que cualquiera catalogaría llena de ternura pero que sólo aumentó la molestia de Snape.

—¡¿Y ahora te quedas callado?!—exclamó con frustración—¿Tanto te costaba hacerlo cuando te lo pedí, mocoso? Y encima de todos tienes la desfachatez de reírte y...

Cuando se dio cuenta que apenas balbuceaba quiso pegarse a sí mismo y lanzarse cuando hechizo conocía. ¡No podía ser más estúpido! Era un niño que apenas balbuceaba y que, obviamente, no entendía ni media palabra de lo que él le decía. Agitó su cabeza, aturdido... tanto grito y llanto le había hecho mal.

Giró su rostro hacia el patronus que había convocado y se concentró sólo en eso.

—Busca a Hermione Granger—le dijo con su usual seriedad—y dile que necesito su ayuda con urgencia. Es de suma importancia que venga lo más rápido posible. No importa lo que esté haciendo o con quién se encuentre.

Su voz había tomado un tono de amenaza a medida que iba hablando pero no le importó. No sabía cuánto tiempo más podría soportar aquello sin terminar volviéndose loco o cometiendo una verdadera estupidez de su parte.

En cuanto el patronus desapareció aquella cosa que se hacía llamar bebé empezó a llorar con desgarradora desesperación. Cualquiera que lo oyese pensaría que estaba siendo torturado de la más cruel manera. Pero ese sonido fue atravesado por el grito desesperado de Snape mientras se tiraba de sus propios cabellos...

¡Rogaba que aquella mocosa sabelotodo comprendiera lo que significaba la palabra urgente!


Sentir causa demasiado dolorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora