Crearía un Dios que se pudiera nombrar sin vomitar sangre. A un Dios con la misma historia y distintos valores. Lían tenía que inventar algo que no dañara a Jerahmeel.

Cuando la luz se fue por completo, Lían salió de la cabaña. Tomó la ropa que consiguió para el infante y caminó con dificultad hasta el lugar donde lo había enterrado. Podía ver a metros como la tierra temblaba por la ira del niño, podía sentir la energía que emanaba su cuerpo. Raramente los niños sobrevivían al proceso, puesto que eran débiles y su cuerpo no estaba lo suficientemente desarrollado como para soportar el cambio. Sin embargo, Lían observó como la tierra era rasguñada, como aquellas pequeñas garras ensangrentadas buscaban salir del infierno al que se lo condenó. Sus ojos pudieron notar como el grito desgarrador de Jerahmeel brotaba debajo del suelo. Como el cuerpo se retorcía, tan brutal, esquelético. Lo primero que notó fue el rostro embarrado del niño, como los ojos rojos, malditos y condenados a la desgracia pura de la eternidad brillaban en ira. Los colmillos de Jerahmeel, el hambre que rugía desde su garganta. La cicatriz en el cuello lo marcaba como un demonio.

Descendiente del infierno. Monstruo. Bestia. Bruto.

Pecador.

Se alzó como la misma bestialidad ante él, con aquellos ojos que gritaban, que ansiaban desgarrar una garganta con los colmillos. Aquella sed descomunal que lo carcomía por dentro. Aquél corazón que se detuvo, tan frío, tan muerto. Lían sonrió, sonrió cuando observó la sangre en sus manos, en sus brazos, su cabello rizado, dorado, se había vuelto tan opaco por la suciedad que la tierra se le pegó en él, el rostro de Jimmy pareció cambiar, distinto, y es que recordó aquella vez que lo encontró en el bosque, que lo alimentó. La inocencia de Jimmy quedó enterrada entre las tablas podridas de aquella cabaña, su alma, su ser, se olvidó en las tinieblas de lo maldito. Porque vio marcado en sus ojos rojizos la voz del Diablo, y a pesar de eso, notó el brillo en su mirada cuando lo vió.

El nacimiento de Jerahmeel.

Su ángel de la misericordia.

Lían lo observó jadear, rápidamente extendió los brazos y Jimmy lo miró. El cuerpo del niño estaba sucio, desnudo y cubierto de tierra. La sangre de los dedos y las manos manchaban la piel de su ángel. Y ahora Lían podía tenerlo por siempre. Por toda la eternidad que el infierno le podía otorgar.

Jimmy se abalanzó hacia él.

Lían lo detuvo antes de que le desgarrara la muñeca de un mordisco, le tendió una bolsa de sangre que le costó conseguir. Su pecho vibró ante el aroma a sangre fresca, sangre humana. El infante se atragantó y reventó la bolsa sobre su rostro bebiendo una descomunal cantidad para alguien que acababa de salir del mismo infierno.

—Ya... Ya... Despacio —susurró acariciando el cabello de Jimmy. Pudo notar la piel pálida, la piel sin vida, tan fría y sin la calidad a la que Lían se había aferrado durante todo el año. Jimmy se dejó caer sobre su pecho, dejando un rastro de sangre desde su barbilla hasta el pecho del vampiro. Sus ojos cristalinos se perdieron en la noche.

—L... Lían... L-Lían...

—Jerahmeel... —susurró, abrazando el cuerpo desnudo del niño. Sintió como el corazón de Jimmy ya no latía, y lo miró a los ojos. Tan rojos, tan grandes. Sin embargo, seguía teniendo aquella mirada, ahí, después de haber tomado la sangre de un niño y de haber calmado su hambre. Aquella inocencia, aquél aire que aún lo envolvía, ante la monstruosidad en la que se había convertido. Lían lo sostuvo entre sus brazos con fuerza, acurrucando su cuerpo, sus piernas.

Jimmy ya no era humano.

No era monstruo.

Era Jerahmeel, un angelito del bando contrario. Un angelito que mataría.

MISERICORDIA: La masacre de JerahmeelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora