Las cosas que no te puedo decir

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Uno se da cuenta de que hay cambios que marcan el final de la infancia y preparan a las personas para la adultez. Cuando era niño rogaba por volverme un adulto pronto para dejar de temerle a la oscuridad, y aunque en algún punto creí que ese miedo me acompañaría hasta viejo, lo cierto es que con los años el tema se volvió menos importante hasta que, llegada la treintena, me resultó indiferente.

No tuve que pensar mucho el motivo. Conforme me volvía más viejo, menos aprecio le tenía a la vida y menos me atemorizaba la idea de la posible figura de un payaso asesino sacando una motosierra y partiéndome en dos. Con tenerle menos aprecio a la vida no me refiero a un instinto suicida, por cierto, los suicidas al menos tienen un fuerte deseo. Yo apuntaba a algo más rutinario, de esa vida que se va filtrando de a poquitos, sin grandes aspavientos.

Y aunque algunas cosas se iban, otras se quedaban. Como esa manía por imaginar el sabor de la comida moviendo la lengua y cerrando los ojos para decidirme entre un plato o el otro. Justo eso hacía recostado en la baranda del segundo piso de apartamentos donde vivía, en la emocionante encrucijada de elegir entre sopas instantáneas y quedarme encerrado en mi cuarto viendo películas o salir a comer a algún lugar y dejar que los rayos de sol me tocaran un rato.

En eso estaba cuando escuché pasos al lado y me giré para ver a una muchacha que puso una bolsa de compras en el suelo mientras abría la cerradura de la puerta veintiocho, al lado de mi apartamento.

Había escuchado que una inquilina nueva había llegado hacía un mes, pero hasta ese momento me la topé.

―Buenos días ―saludé sin dejar mi lugar cerca del barandal.

Ella vestía unos pantalones holgados y una blusa sin gracia, como una adolescente, aunque se notaba que debía rondar la mitad de la veintena. Se volvió ante el saludo y me miró con un gesto casi sorprendido, aunque entró sin responder.

Gracias a eso, observé el cielo decidiendo que tratar de ser amable no era mi estilo y decidí que ese domingo serían sopas instantáneas.

Perdí mi concentración cuando sentí que me jalaban la manga de la camisa y me encontré a mi lado a la muchacha. Ella levantó una libreta que escribía:

«Buenos días».

―Ah, sí ―respondí extrañado antes de volverme de nuevo.

Ella se retiró sin agregar nada y yo me quedé pensando en lo rara que era la gente. ¿Es que no podía decirlo y ya? Al preguntarme eso, mis neuronas por fin terminaron de despertar.

Qué idiota.

Por primera vez en mucho tiempo, me sonrojé.


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