LA ESPÍA QUE PODÍA LLORAR

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Natasha sabía lo duro que era perder a un compañero. Tener a tu lado a alguien durante la batalla, luchar codo con codo, cubrirse mutuamente las espaldas. Y que, de repente, ya no estuviera, que todo lo que quedaba de él estuviese ante ella, bajo una fría sábana blanca de una fría habitación de la morgue. La misma sensación helada que ella sentía en ese momento.

Era cruel que eso sucediera; como una mano que se metía en tus entrañas y tiraba de ti, sacudiéndote, intentando arrancarte las vísceras, pero sin conseguirlo. Y que comenzaba de nuevo, más duro, más difícil. El dolor no cesaba, se enroscaba en tu abdomen, clavándote las garras y recordándote que ya nunca volverías a verlo. Era difícil perder a un compañero. Ya le había pasado antes, a lo largo de su carrera, como agente de la KGB y, más tarde, como agente de S.H.I.E.L.D. y todas aquellas pérdidas le habían afectado en mayor o menor medida. Pero la afectaba más cuando quien yacía bajo la blanca mortaja era el joven y prometedor agente de S.H.I.E.L.D. que los había ayudado a acabar con el Soldado de Invierno. Sam Wilson, conocido dentro de la agencia como Falcon, dormía para siempre bajo la sábana.

No había esperado sentirse de aquella manera. Conocía a Sam desde hacía poco tiempo, días tan sólo. Todo había sucedido muy rápido, demasiado tal vez. La confrontación final había dejado grandes destrozos en la ciudad y había acabado con la vida de decenas de personas. Daños colaterales, les llamaban. Pero Sam no había sido un daño colateral. Había luchado valientemente contra el Soldado y, gracias a él, Steve y ella habían podido doblegarlo. Sin Sam, no lo habrían conseguido. Sam era la gota que había colmado un vaso que creyó no poder llenar.

Steve estaba allí, a unos pasos de distancia, dándole el espacio que necesitaba. Steve, tan valiente, tan honorable, tan protector. El Capitán había perdido a uno de sus soldados. A otro más.

Pasaron unos minutos antes de que Steve decidiera moverse, acercándose a ella, hasta que el poderoso brazo del Capitán rozó contra el suyo. Natasha siguió con los ojos puestos en la figura tendida sobre aquella camilla metálica. Intentaba dominar unas lágrimas rebeldes, que caían por sus mejillas. No quería que Steve pudiese verlas. Cerró con fuerza los ojos, cansada. No tenía sentido reservarlas y dejó que se derramaran, deslizándose con lentitud por su rostro.

Estuvieron así, en silencio, uno junto al otro, no supo cuánto tiempo, hasta que la mano de Steve la tomó por el codo, con gentileza, oprimiendo sólo lo necesario para llamar su atención. Natasha tomó aire y desvió la mirada hacia su compañero, alzando el rostro para mirarlo.

No le gustó ver aquella expresión en las facciones de Steve, mezcla de preocupación y tristeza. Si ella se sentía mal, él debía sentirse peor aún. Sam estaba bajo las órdenes directas de Steve cuando todo ocurrió. Se obligó a sonreírle; una sonrisa forzada que no le llegó a los ojos.

—Natasha...

Ella asintió, bajando la mirada y desviándola de nuevo hacia el lugar donde Sam reposaba.

—Estoy bien.

La mano de Steve sobre su codo la oprimió un poco más.

—Tenemos que irnos, Nat. Debemos dejar que... hagan lo que tengan que hacer.

Sabía que debía hacerlo, que debían marcharse. Nuevas lágrimas se agolparon tras sus párpados. Cerró los ojos con fuerza, intentando controlarlas. Despacio, alzó su mano. Le temblaba como jamás le había temblado y, despacio, la colocó en la cabeza cubierta de Sam, sobre su frente. El calor humano había desaparecido. Ya sólo quedaba un cuerpo que comenzaba a enfriarse.

—Do svidanija, moj drug —dijo, en voz tan baja que ni siquiera ella misma se escuchó pronunciar. Se mordió el labio antes de añadir—: Adiós, amigo mío —queriendo asegurarse así de que, estuviera donde estuviese ahora, él la había comprendido.

LA ESPIA QUE PODÍA LLORARWhere stories live. Discover now