La reina roja.

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Era un cuadro. El marco era de madera de ébano arduamente trabajada y las pequeñas cornucopias se mezclaban con los remaches curvos de la talla y los frutos que derramaban sobre la negra madera. Miles de hojas se extendía a lo largo y ancho del marco, formando elaboradas formas que conferían un intrincado juego de sombras allá donde la más mínima luz lo manchara. Sin duda, esa belleza artesanal no era en absoluto nada mínimamente comparable a la belleza de la modelo que, alguna vez, haría años sino siglos, posó para el pintor ¡y me sentí tan extrañamente celoso de aquel artista!.

Intentaré expresar la belleza del cuadro lo mejor que pueda, y espero, rendir honores a lo que realmente era la obra; era grande, alargada, de varios palmos de distancia, centrada en la figura de una mujer. Su rostro era ovalado, esculpido en el lienzo con una naturalidad tal que sus ojos, negros y profundos como el corazón humano, escudriñaban al visitante desconocido como si quisiera arrancarle hasta sus pensamientos más íntimos. Su piel, pálida, carente de cualquier calor de la carne, era irresistible... Parecía que todo el color de la casa lo había robado el vestido rojo que se ceñía con elegancia exquisita a su figura; su faldas larga y bulbosa se perdía en las esquinas del lienzo y le confería un aire onírico, estaba alejada de cualquier realeza a pesar de las delicadas joyas con las que fue retratada o con el lujo que resplandecía en ella.

Decidí llamarla, pese a todo, «La reina roja» porque no había firma ni nombre con la que se le pudiera identificar... Quizás fuera un apodo prosaico, fruto de mi delirio de admiración prematura por ella, sin embargo, era el nombre más apropiado para ella pues ese color, parecía tan irreal como ella... Como el color de la sangre.

La reina roja.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora