Noticias de ayer

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Aquella noche la señora Hilda caminaba desprevenida por Lavalle observando el trasero de su perro que la guiaba al andar.  El cánido tenía un recorrido estandarizado donde bordeaba dos manzanas hasta llegar a una calle poco transitada, lugar que elegía por lo general para ladrarle a otro perro detrás de la cortina de un garaje, luego intentaba orinar en el mismo sitio de siempre para al fin abandonar la zona siguiendo casi religiosamente el mismo ritual, pero esa noche la secuencia gozó de una pequeña diferencia, algo insignificante comparado con la extensión del recorrido pero suficientemente relevante como para cambiar todo el sentido de éste y de todos los demás paseos en la posteridad.

Todo comenzó con una nimiedad: una pequeña distracción debida a un trozo de pastel tirado en el suelo al que Jarrison, el perro, no dudó en hacerle frente con la voracidad propia de su especie. Dicen que el perro tiene dos grandes rasgos que lo caracterizan: ser un gran tragador y (posteriormente) ser un gran vomitador, pero esta vez Jarrison demostró ser un gran desobediente porque, pese a los jalones y forcejeos que su dueña le propinaba, a duras penas lograba ignorar la comida.

El Sharpei avanzó entre la nada misma aprovechando la escasez de transeúntes noctámbulos que brindaba la anochecida ciudad hasta detenerse nuevamente en un trozo de comida abandonado en la vía pública. Este detalle no atrajo especialmente la atención de su dueña quien ya estaba acostumbrada a la idiotez de los habitantes del micro centro porteño y dedicaba su tiempo a tironear la correa y a observar los pequeños carteles de las prostitutas haciendo propaganda a sus atributos los cuales se exhibían desparramados por toda la zona en grupos de a diez o veinte a la altura de la mirada de los adúlteros lujuriosos, y también al alcance de sus ambiciones.

Hilda Duarte se cansó de malgastar su tiempo en aquel lugar, ese día debía irse a dormir temprano puesto que una gran recompensa la esperaba en la siguiente mañana bajo la forma de un suculento contrato para vender un terreno repleto de yuyos y tacuaras que serviría perfectamente como ingreso encubierto a la reserva ecológica, a fin de talar los álamos y palmitos que en ese momento se estaban vendiendo tan bien. Ella no talaría nada, por supuesto, no ensuciaría sus manos, tan sólo prepararía el terreno y después de cobrar los intereses de su trabajo permitiría a otro enriquecerse con sus labores de inteligencia para al fin salir impune de cada situación. Siempre impune y con la conciencia limpia. El Sharpei aceleró la marcha hacia la calle Paraná.

Una salchicha en el piso logró al fin hacer que la señora notara que algo no andaba bien. Pocos pasos más adelante en el canino encontró un pedazo de sandwich de pollo, y avanzando unos metros logró hallar un montículo de comida para perros. Esto sí que era raro. Ella observó al animal comer sin poder descifrar de qué se trataba el asunto... quizás alguien lo había servido para los perros callejeros, pero eso era poco probable. En aquella zona los animales no solían salirse de las casas, y sobrevivir al paso continuo de los automóviles era al menos una utopía puesto que el interés de los habitantes sobre la vida animal se había reducido hasta toparse con límites que rozaban el desprecio por la existencia ajena provocando que los coches aceleraran al ver un perro cruzando la calle en lugar de frenar.

 Dirigió su mirada al suelo, primero a un lado y luego al otro. Nada. La calle vacía le resultó incomprensible. A pesar de saber que no eran horas de pasear por la vereda, nunca faltaba alguno que anduviera por ahí a paso apresurado en sus negocios a veces claros y a veces no tanto...

Su mirada saltaba súbitamente de un lado al otro mientras que los efectos de la adrenalina comenzaba a apoderarse de sus funciones vitales elongando la circunferencia de sus pupilas, acelerando los golpes que ahora se hacían presentes en su hundido pecho víctima de años y años de andar por la vida sin un rumbo fijo.

El tintineo de unas piedrecillas contra el suelo la hizo alzar la vista justo a tiempo para discernir la sombra de un objeto para nada etéreo que se precipitaba sobre su posición con un ruido sordo, casi inexistente pero con una violencia letal.

No hubo tiempo para gritos. Su cadáver yacería en la vereda hasta que a la puesta del sol alguien descubriera sus restos, o quizás antes... o quizás la policía llegara a marcar el perímetro con tizas y cintas de rayas blancas y rojas para que luego los vecinos dijeran que habían notado algo raro, pero que nadie había visto nada. Eso ella no podría saberlo nunca. La vida se le había arrebatado y ahora Jarrison lamería su sangre.

Mientras tanto, a varios pisos sobre el sitio donde acontecieron los hechos, un muchacho de cabello alborotado observaba con la cabeza inclinada hacia abajo cómo poco a poco el ruido provocado por la estatua al caer comenzaba a llamar la atención de los vecinos más cercanos, pero eso a él poco le importaba puesto que las sombras lo resguardaban de la vista de todos aquellos seres insignificantes.

—Polvo eras, y al polvo has regresado —citó el asesino perfecto con su voz vacía de expresión, mirando el cadáver ser rodeado por los primeros curiosos y al perro salir huyendo calle abajo—. Podría matarlos a todos, aunque este no es el momento. —Prosiguió con su reflexión echada al aire mientras su figura se perdía nuevamente entre las sombras.

Lecciones de artes marcialesWhere stories live. Discover now